15 de Septiembre 2006

La Imagen de la Muerte - Stephen King

—Lo trasladamos el año pasado, y fue de lo más complicado —explicó Carlin mientras subían la escalera—. Además tuvimos que hacerlo a mano. No había otra forma. Lo aseguramos de accidentes en Lloyd’s antes incluso de sacarlo de su caja, en el salón. Fue la única compañía que quiso asegurarlo por la cantidad que habíamos previsto.

Spangler no dijo nada. El hombre era un imbécil. Jonson Spangler hacía tiempo que había aprendido que la única forma de tratar con un imbécil era ignorarle.

—Lo aseguramos por un cuarto de millón de dólares —terminó Carlin cuando llegaban al rellano del segundo piso—. Y nos costó un buen pico. —Era un hombrecillo regordete, con gafas sin montura y una calva morena que brillaba como una pelota de voleo barnizada. Una armadura, que guardaba la oscuridad de caoba del corredor del segundo piso, les contempló impasible.

Era un corredor largo, y Spangler miró las paredes, y lo que estaba colgado en ellas, con frío ojo profesional. Samuel Glaggert había comprado mucho, pero no había comprado bien. Como muchos de los grandes industriales, que se habían hecho a sí mismos en el pasado 1800, había resultado poco más que un amo de casa de empeños disfrazado de coleccionista, un experto en pinturas monstruosas, novelas y colecciones de poesías sin valor encuadernadas en cuero valioso, y atroces esculturas, todo ello considerado por él como arte.

En aquel piso las paredes estaban recubiertas, mejor dicho festoneadas, de tapices marroquíes de imitación, innumerables (y sin duda anónimas) maddonas sosteniendo innumerables niños nimbados, mientras innumerables ángeles revoloteaban de un lado a otro en el fondo, grotescos candelabros repletos de volutas, y una lámpara monstruosa, cursimente ornamentada y rematada por una ninfa sonriente y salaz.

Naturalmente, el viejo pirata había conseguido algunas piezas interesantes; la ley de las probabilidades lo requiere así. Y si el Museo Particular en Memoria de Samuel Claggert (<>... ridículo) contenía un 98 por ciento de flagrante basura, el 2 por ciento restante, cosas como el rifle Coombs colgado sobre la chimenea de la cocina, la curiosa y pequeña cámara oscura en el salón, y por supuesto el...

—El espejo Delver fue retirado de la planta baja después de un desgraciado... incidente —informó bruscamente Carlin, motivado aparentemente por un horrendo retrato colgado en el rellano del siguiente tramo de escaleras—. Hubo otros... (palabras agresivas, declaraciones ofensivas), pero ése fue un intento deliberado de destruir realmente el espejo. La mujer, una tal Sandra Bates, llegó con una piedra en el bolsillo. Afortunadamente tenía mala puntería y sólo estropeó una esquina del marco. El espejo no sufrió daños. Esa Bates tenía un hermano...

—No necesito que me recite el recorrido de a dólar —le cortó Spangler—. Conozco bien la historia del espejo Delver.

—Fascinante, ¿no le parece? —Carlin le dirigió una extraña mirada de soslayo—. Tenemos a la duquesa inglesa de 1709, y el comerciante de alfombras de Pensilvania en 1746, por no hablar de...

—Conozco la historia —repitió Spangler sin inmutarse—. Lo que a mí me interesa es el trabajo. Y luego, naturalmente, la autenticidad...

—¡Autenticidad! —exclamó Carlin con una seca risita que sonó como si se hubieran sacudido huesos en la alacena—. Todo ha sido examinado por expertos, señor Spangler.

—Claro, también lo fue el Stradivarius de Lemlier.

—Cierto —suspiró Carlin—. Pero ningún Stradivarius tuvo jamás la... jamás causó tantos incidentes como el espejo Delver.

—En efecto —dijo Spangler con su dulce voz despectiva. Comprendía que no había forma de cerrarle el pico a Carlin; tenía una mente perfectamente acorde con su edad—. En efecto.

Subieron al tercer y cuarto piso. Al acercarse a la parte alta de la vieja estructura, notaron un calor agobiante en las oscuras galerías superiores. Con el calor, se notó un olor que Spangler conocía bien porque había pasado toda su vida de adulto envuelto en él... un olor a moscas muertas en oscuros rincones, humedad, y carcoma detrás del yeso. El olor a vejez. Era un olor común en museos y mausoleos. Imaginó que ese mismo olor podía salir de la tumba de una joven virginal que llevara cuarenta años muerta.

Allí arriba, las reliquias estaban amontonadas de cualquier modo, con la profusión típica de las almonedas. Carlin lo condujo por un laberinto de estatuas, retratos con marcos partidos, pajareras doradas y pomposas, piezas de una antigua bicicleta-tándem. Le guió hasta el fondo, a una pared a la que se había adosado una escalera debajo de una trampilla en el techo. De la escotilla pendía un viejo candado polvoriento.

A la izquierda, una imitación de Adonis les contemplaba con sus ojos sin pupilas. Uno de sus brazos se tendía y de la muñeca colgaba un letrero donde se leía: ABSOLUTAMENTE PROHIBIDA LA ENTRADA.

Carlin sacó un llavero de su chaqueta, eligió una llave y subió por la escalera de mano. Se detuvo en el tercer peldaño con la calva brillando levemente en la sombra:

—No me gusta el espejo —dijo—. Nunca me gustó. Me da miedo mirarlo. Temo mirar algún día y ver... lo que los demás vieron.

—No vieron otra cosa que su imagen —aclaró Spangler.

Carlin masculló algo, movió la cabeza y tanteó en el techo, torciendo el cuello para meter la llave en el candado.

—Habría que cambiarlo —dijo—. Es... ¡Maldición!

El candado se abrió de pronto y se soltó de las anillas. Carlin hizo un gesto brusco para recuperarlo y casi cayó de la escalera. Spangler lo sujetó oportunamente y miró hacia arriba. Carlin se agachaba tembloroso al último peldaño, pálido en la oscura penumbra.

—Está nervioso, ¿verdad? —preguntó Spangler.

Carlin no contestó. Parecía paralizado.

—Baje, por favor —dijo Spangler—. Baje, antes de que se caiga.

Carlin lo hizo despacio, agarrándose a cada peldaño como un hombre suspendido sobre un abismo. Cuando sus pies tocaron el suelo empezó a temblar, como si el suelo transmitiera alguna clase de corriente.

—Un cuarto de millón —repitió—. Un cuarto de millón de dólares de seguro para sacar... esa cosa de la planta baja y subirla aquí. Esa maldita cosa. Tuvieron que montar una polea especial para subirla al desván. Y yo tenía la esperanza, casi recé, de que las manos de alguien estuvieran resbaladizas, que el cable no sería lo bastante resistente, que esa cosa se caería y se rompería en mil pedazos...

—Hechos —dijo Sprangler—. Hechos, Carlin. Déjese de historias truculentas o películas de miedo serie B. Hechos. Primero: John Delver era un artesano inglés de ascendencia normanda que fabricó espejos durante el período isabelino en Inglaterra. Vivió y murió normalmente. Nada de palabras mágicas en el suelo que tuviera que limpiar el ama de llaves, nada de documentos con olor a azufre, o manchas de sangre junto a la firma.

Segundo: sus espejos son joyas de coleccionista debido principalmente a su trabajo perfecto y a que empleó un tipo de cristal de aumento levemente distorsionante, algo que los distinguía de los demás. Tercero: por lo que sabemos sólo existen cinco espejos Delver; dos de ellos en América. No tienen precio. Cuarto: este Delver, y el que fue destruido durante el bombardeo de Londres, se han ganado cierta reputación dudosa debida sobre todo a exageraciones y coincidencias...

—Quinto —añadió Carlin—: es usted un cabrón, ¿verdad?

Spangler contemplo con una mueca al ciego Adonis.

—Yo acompañaba al grupo del que formaba parte el hermano de Sandra Bates —prosiguió Carlin—. Tenía unos quince años y formaba parte de un grupo de estudiantes de instituto. Yo estaba contándoles la historia del espejo y había llegado a la parte que usted apreciaría (la hermosa factura, la perfección del cristal), cuando el muchacho levantó la mano. ¿<>, preguntó.

<> Y uno de sus amigos le preguntó a qué se refería, así que el chico Bates empezó a explicárselo pero calló de pronto. Miró el espejo fijamente, acercándose al cordón de terciopelo rojo que lo protegía, luego miró hacia atrás, como si lo que había visto fuera el reflejo de alguien..., de alguien vestido de negro, de pie detrás de él. <> dijo. <> Y no dijo más.

—Siga —pidió Spangler—. Se relame por decirme que era la Muerte... creo que esto es lo que se dice, ¿verdad? Que algunas personas ven la imagen de la muerte en el espejo. Venga, suéltelo de una vez. ¡Al National Enquirer le encantará la historia! Cuénteme las horrorosas consecuencias y desafíeme a que pueda explicarlo. ¿Qué pasó, le atropelló un coche? ¿Se tiró por una ventana? ¿O qué?

Carlin rió con tristeza.

—Debería saberlo mejor, Spangler. ¿No me ha dicho por dos veces que usted es... que está perfectamente al corriente de la historia del espejo Delver? No hubo consecuencias horribles. No las ha habido nunca. Por esa razón el espejo Delver no figura en las ediciones domingueras como el diamante Koh-i-noor o la maldición de Tutankhamón. Es manso comparado a esos dos. Cree que soy un imbécil, ¿verdad?

—Sí. ¿Podemos subir ahora?

—Muy bien —dijo Carlin.

Subió por la escalera de mano y empujó la trampilla. Se oyó un chirrido quejumbroso al levantar el peso en la oscuridad y Carlin se perdió en las sombras. Spangler le siguió. El Adonis ciego se quedó mirándolos mudamente.

El desván estaba caliente, iluminado sólo por una ventana llena de telarañas, e un ángulo, que filtraba la luz exterior con un resplandor lechoso y sucio. El espejo estaba apoyado contra una esquina, de cara a la luz, reflejándola como una mancha blanquecina en la pared opuesta. Había sido atornillado para mayor seguridad a un armazón de madera.

Carlin no lo miró. Se esforzó todo lo que pudo por no mirar.

—Ni siquiera lo ha cubierto con un trapo —protestó Spangler, repentinamente indignado.

—Yo lo veo como un ojo —dijo Carlin; su voz sonaba vacía—. Si se le deja abierto, siempre abierto, a lo mejor se queda ciego.

Spangler no le prestó atención. Se quitó la chaqueta, la dobló cuidadosamente con los botones hacia dentro, y con infinita ternura limpió el polvo de la superficie convexa del espejo. Luego dio un paso atrás y lo contempló.

Era genuino. No cabía la menor duda. Era un ejemplo perfecto del genio de Delver. La habitación llena de trastos, detrás de él, su imagen reflejada, la silueta medio vuelta de Carlin... todo estaba claro, bien definido, casi tridimensional. El leve aumento del cristal daba a todas las cosas un efecto ligeramente curvo que añadía una distorsión inquietante. Era...

La idea se le fue y de pronto sintió otro arranque de ira:

—Carlin.

Carlin no dijo nada.

—¡Carlin, maldito sea, pensé que me había dicho que la muchacha no había dañado el espejo!

No obtuvo respuesta.

Spangler lo miró fríamente por el espejo.

—Hay un trozo de esparadrapo en la parte de arriba, en el ángulo izquierdo. ¿Llegó a partirlo? ¡Por el amor de Dios, diga algo!

—Está viendo a la Muerte —contestó Carlin inexpresivamente—. No hay esparadrapo en el espejo. ¡Pase la mano por encima!

Spangler se envolvió la mano con la manga de su chaqueta, y la apoyó blandamente sobre el espejo.

—¿Lo ve? No hay nada de sobrenatural. Se ha ido. Mi mano lo cubre.

—¿Lo cubre? ¿Nota el esparadrapo? ¿Por qué no lo arranca?

Spangler apartó su mano y miró el espejo. Todo en él parecía algo más distorsionado; las esquinas del desván más inclinadas, como si fueran a resbalar hacia una ignota eternidad. No había la menor mancha oscura en el espejo. Estaba impecable. Sintió despertar en su interior un terror inexplicable.

—Parecía él, ¿no cree? —preguntó Carlin. Su rostro estaba muy pálido y sus ojos miraban al suelo. En su cuello palpitaba un músculo—. Admítalo, Spangler. Parecía una figura embozada, de pie detrás de usted, ¿verdad?

—Parecía una cinta adhesiva cubriendo una pequeña rotura —repuso Spangler con firmeza—. Ni más ni menos...

—El joven Bates era muy fuerte —dijo Carlin. Sus palabras parecían resquebrajar la atmósfera agobiante y quieta—. Era como un jugador de fútbol. Llevaba una camiseta con una gran letra y pantalones verde oscuro. Nos encontrábamos a mitad de camino de la exposición de arriba cuando...

—El calor me está mareando —dijo Spangler. Había sacado un pañuelo y se secaba el cuello. Sus ojos recorrieron la superficie convexa del espejo.

—... cuando dijo que necesitaba ir a beber agua. Un vaso de agua, ¡por el amor de Dios!

Carlin se volvió a mirar a Spangler, con expresión de poseso, y prosiguió.

—¿Cómo iba a saberlo yo? ¿Cómo podía saberlo?

—¿Hay un lavabo por aquí? Creo que voy a...

—Su camiseta... vi fugazmente su camiseta mientras iba bajando la escalera... Después...

—... vomitar.

Carlin sacudió la cabeza y volvió a mirar al suelo.

—Naturalmente. Segundo piso, tercera puerta a la izquierda, en dirección a la escalera. —Levantó la cabeza, suplicante—. ¿Cómo iba a saberlo?

Pero Spangler ya estaba bajando por la escalera de mano. Se movió bajo su peso y por un momento Carlin pensó —deseó— que se cayera. No ocurrió así. Por el recuadro abierto en el suelo, Carlin le vio bajar tapándose la boca con la mano.

—¿Spangler?

Pero ya se había ido.

Carlin escuchó sus pasos, el eco de sus pasos, y luego nada. Cuando ya se hubieron apagado, se estremeció. Trató de llevar sus pies hacia la trampilla, pero los tenía helados. Sólo aquella última mirada, fugaz, a la camiseta del muchacho...

¡Dios...!

Era como si unas enormes manos invisibles tiraran de su cabeza, obligándole a levantarla. Aunque no quería mirar, Carlin fijó la vista en la brillante profundidad del espejo Delver.

No había nada.

La habitación se reflejaba con toda fidelidad, sus polvorientos confines transformados en brillante infinitud. Unas líneas de un poema de Tensión, casi olvidado, acudieron a su mente de pronto y recitó en voz alta: <>

Y seguía sin poder apartar la mirada, y la quietud palpitante le retenía. Junto a una esquina del espejo, una cabeza de búfalo, comida por las polillas le miró con sus ojos de obsidiana, planos.

El muchacho había querido beber agua y la fuente estaba en el vestíbulo del primer piso. Había bajado y...

Y nunca más había vuelto.

Jamás.

A ninguna parte.

Lo mismo que la duquesa inglesa que se había detenido a admirarse en su espejo, antes de una soirée, y decidió volver al gabinete en busca de sus perlas. Como el vendedor de alfombras que había salido a pasear en coche y había dejado tras él sólo un coche vacío y dos caballos mudos.

Y el espejo Delver había estado en Nueva York desde 1897 hasta 1920, precisamente cuando el juez Crater...

Carlin miró como hipnotizado a lo más profundo del espejo. Abajo, el Adonis ciego vigilaba.

Estuvo esperando a Spangler, casi como la familia Bates debió de haber estado esperando a su hijo, como el marido de la duquesa esperaría a que su esposa volviera del gabinete. Miró al espejo y esperó.

Y esperó.

Y esperó.

Posted by Alikuekano at 1:03 PM | Comments (0)

25 de Noviembre 2005

At the Mountains of Madness - H.P. Lovecraft

Traigo hoy una buenisima lectura del maestro Lovecraft, asi estareis entretenidos una temporada jajaja. Para quien no lo sepa en este relato se baso la obra cinematográfica "En la boca del miedo" (In the Mouth of Madness - 1994), para que os hagais una idea ;). (En españa este titulo se puede encontrar como "En las montañas de la Locura")

1

Me veo obligado a hablar porque los hombres de ciencia se han negado a seguir mi consejo sin saber por qué. Va completamente en contra de mi voluntad exponer las razones que me llevan a oponerme a la proyectada invasión de la Antártica, con su vasta búsqueda de fósiles y la perforación y fusión de antiquísimas capas glaciales. Y me siento tanto menos inclinado a hacerlo porque puede que mis advertencias sean en vano.

Es inevitable que se dude de los verdaderos hechos tal como he de revelarlos; no obstante, si suprimiera lo que se tendrá por extravagante e increíble, no quedaría nada. Las fotografías retenidas hasta ahora en mi poder, tanto las normales como las aéreas, contarán en mi favor por ser espantosamente vívidas y gráficas. Pero aun así se dudará de ellas porque la habilidad del falsificador puede conseguir maravillas. Naturalmente, se burlarán de los dibujos a tinta calificándolos de evidentes imposturas, a pesar de que la rareza de su técnica debiera causar a los entendidos sorpresa y perplejidad.

A fin de cuentas, he de confiar en el juicio y la autoridad de los escasos científicos destacados que tienen, por una parte, suficiente independencia de criterio como para juzgar mis datos según su propio valor horriblemente convincente o a la luz de ciertos ciclos míticos primordiales en extremo desconcertantes, y, por la otra, la influencia necesaria para disuadir al mundo explorador en general de llevar a cabo cualquier proyecto imprudente y demasiado ambicioso en la región de esas montañas de la locura. Es un triste hecho que hombres relativamente anónimos como yo y mis colegas, relacionados solamente con una pequeña universidad, tenemos escasas probabilidades de influir en cuestiones enormemente extrañas o de naturaleza muy controvertida.

También obra en contra nuestra el hecho de no ser, en sentido riguroso, especialistas en los campos en cuestión. Como geólogo, mi propósito al encabezar la expedición de la Universidad de Miskatonic era exclusivamente la de conseguir muestras de rocas y tierra de niveles muy profundos y de diversos lugares del continente antártico, con la ayuda de la notable perforadora ideada por el profesor Frank H. Pabodie de nuestra facultad de ingeniería. No tenía deseo alguno de ser un precursor en ningún otro campo que no fuera ése, pero sí abrigaba la esperanza de que el empleo de esa nueva máquina en distintos puntos de rutas anteriormente exploradas, sacara a relucir material de una especie no conseguida hasta entonces por los métodos normales de extracción.

La barrena de Pabodie, como el público sabe ya por nuestros informes, era única y excepcional por su ligereza, su movilidad y sus posibilidades de combinar el principio de la perforadora artesiana con el de la pequeña barrena circular de rocas, de tal forma que permitía taladrar rápidamente estratos de diferente dureza. El cabezal de acero, las barras articuladas, el motor de gasolina, el castillete de perforación desmontable de madera, el equipo para dinamitar, la cordada, la cuchara para extraer la tierra y la tubería desmontable para efectuar taladros de cinco pulgadas de diámetro hasta una profundidad de cinco mil pies, todo ello, junto con los accesorios necesarios, no representaba una carga superior a la que pudieran transportar tres trineos de siete perros. Esto era posible gracias a la ingeniosa aleación de aluminio de que estaban hechas casi todas las piezas metálicas. Cuatro grandes aeroplanos Dornier, construidos expresamente para las grandes alturas de vuelo necesarias en la meseta antártica y dotados de dispositivos suplementarios, ideados por Pabodie, para el calentamiento del combustible y para la rápida puesta en marcha, podían transportar toda nuestra expedición desde una base situada en el limite de la gran barrera de hielo, hasta diversos puntos de tierra adentro, desde los cuales nos bastaría con un número suficiente de perros.


Proyectábamos explorar la mayor extensión posible de terreno que nos permitiera la duración de una estación antártica —o más si era absolutamente necesario—, trabajando principalmente en las cordilleras y la meseta situadas al sur del mar de Ross, regiones exploradas en diversa medida por Shackleton, Amundsen, Scott y Byrd. Con frecuentes cambios de campamentos, realizados en aeroplano, y abarcando distancias lo bastante grandes como para ser significativa desde el punto de vista geológico, esperábamos desenterrar una cantidad sin precedentes de material, especialmente de los estratos del período precámbrico, del que tan pocas muestras se habían conseguido en la Antártida. También queríamos reunir el mayor número posible de muestras de rocas fosilíferas, pues la historia de la vida primigenia en este desnudo reino del hielo y de la muerte es de la máxima importancia para nuestro conocimiento del pasado de la Tierra. Es de todos sabido que el continente antártico fue en otros tiempos templado y hasta tropical, que estuvo cubierto de espesa vegetación y fue rico en vida animal, cuyos únicos supervivientes son los líquenes, la fauna marina, los arácnidos y los pingüinos del borde septentrional. Nuestros deseos eran ampliar esa información en cuanto a variedad, exactitud y detalle. Cuando una perforación revelara indicios fosilíferos, agrandaríamos la abertura con explosivos para conseguir muestras de tamaño conveniente y en buen estado.

Nuestras perforaciones, de profundidad variable según lo que prometieran las capas superiores de tierra o roca, se limitarían a superficies donde el suelo quedara casi o totalmente al descubierto, las cuales habrían de hallarse inevitablemente en riscos o laderas, pues las tierras más bajas estaban cubiertas por una capa de hielo de una o dos millas de espesor. No podríamos perder el tiempo perforando simplemente capas glaciales, aunque Pabodie había proyectado un plan para introducir electrodos en grupos de perforaciones y fundir así zonas limitadas de hielo con la corriente generada por una dinamo movida por un motor de gasolina. Este proyecto —que no podía realizar una expedición como la nuestra excepto a título de experimento—, es el que piensa llevar a cabo la expedición Starkweather-Moore, a pesar de las advertencias que he hecho desde que regresé del continente antártico.

El público tiene conocimiento de la. expedición miskatónica por nuestros frecuentes informes radiotelegráficos enviados al Arkham Advertiser y a la Associated Press así como por los posteriores artículos de Pabodie y míos. Formábamos el equipo expedicionario cuatro profesores de la Universidad: Pabodie; Lake, de la Facultad de Biología; Atwood, de la de Física y también metereólogo, y yo en calidad de geólogo y de jefe nominal de la expedición, además de dieciséis auxiliares: siete estudiantes graduados de la Universidad de Miskatonic y nueve mecánicos especializados. De estos dieciséis, doce eran pilotos de aviación titulados, de los cuales todos menos dos eran también buenos radiotelegrafistas. Ocho dé ellos tenían conocimientos de la navegación con brújula y sextante, al igual que Pabodie, Atwood y yo. Además, naturalmente, nuestros dos barcos —antiguos balleneros de madera, reforzados para resistir el hielo y dotados de vapor auxiliar— contaban con una tripulación completa.

La Fundación Nathaniel Derby Pickman, con la ayuda de unas cuantas donaciones especiales, financió la expedición; por tanto, nuestros preparativos fueron extremadamente minuciosos, a pesar de que no existiera gran publicidad. Los perros, los trineos, las máquinas, el equipo necesario para acampar, y las piezas desmontadas de los cinco aeroplanos fueron transportados hasta Boston, donde se cargaron los barcos. Ibamos admirablemente bien equipados para nuestros fines concretos, y en todo lo concerniente a suministros, régimen, transporte y construcción de campamentos, aprovechamos el excelente ejemplo de nuestros numerosos y recientes predecesores, excepcionalmente brillantes. Fue el inusitado número y la fama de estos antecesores lo que hizo que nuestra expedición,. aunque importante, despertara poca atención en el mundo en general.

Como informaron los periódicos, nos hicimos a la mar desde el puerto de Boston el 2 de septiembre de 1930 y fuimos navegando apaciblemente costa abajo para atravesar el canal de Panamá y hacer escala en Samoa y en Hobart, Tasmania, donde cargamos las últimas provisiones. Ninguno de los miembros del grupo expedicionario había estado hasta entonces en las regiones polares, por lo cual depositamos nuestra confianza en los capitanes de los buques, J. B. Douglas, que mandaba el bergantin Arkham y la expedición marina, y Georg Thorflnnssen, capitán del Miskatonic navío de tres palos, ambos experimentados balleneros en aguas antárticas.

Conforme íbamos dejando atrás el mundo habitado, el sol se hundía más y más bajo en el norte y cada día permanecía más tiempo por encima del horizonte. Cuando alcanzamos los 62 grados de latitud sur, vimos los primeros icebergs —semejantes a mesas de lados verticales— y justo antes de alcanzar el círculo polar antártico, que cruzamos el 20 de octubre con el pintoresco ceremonial habitual, nos vimos bastante perturbados por el hielo. El descenso de la temperatura me molesté considerablemente después de la larga travesía tropical, pero traté de cobrar ánimos para hacer frente a los mayores rigores que se avecinaban. En muchas ocasiones me fascinaron los curiosos efectos atmosféricos; entre ellos un espejismo singularmente vívido, el primero que había visto nunca, en el que los distantes icebergs se convirtieron en cresterías de inimaginables castillos cósmicos.

Fuimos abriéndonos camino entre los hielos, que afortunadamente no ocupaban una gran superficie ni estaban densamente aglomerados, hasta llegar de nuevo a una zona de aguas poco heladas a 67 grados de latitud sur y 175 grados de longitud este. En la mañana del 26 de octubre apareció en el sur una ancha faja de tierra, y antes del mediodía sentimos la emoción de ver una gran cadena de elevadas montañas cubiertas de nieve que se abría abarcando la totalidad del paisaje que teníamos ante nosotros. Habíamos llegado al fin a un puesto avanzado del gran continente desconocido y de su misterioso mundo de muerte helada. Aquellos picos eran indudablemente los de la Cordillera del Almirantazgo, descubierta por Ross, y ahora tendríamos que doblar el cabo Adare y bajar costeando Tierra Victoria hasta alcanzar nuestra proyectada base de la ribera de la bahía de McMurdo, al pie del volcán Erebus, situado a 77º 9´ de latitud sur.

La última etapa de la travesía fue vívida y estimulante para la fantasía. Grandes picos desnudos, envueltos en el misterio, surgían constantemente hacia el Oeste mientras el bajo sol septentrional del mediodía, o el sol meridional de medianoche, tan bajo que rozaba el horizonte, derramaba sus brumosos rayos rojizos sobre la blanca nieve, el hielo azulado, los cauces de agua y algunos fragmentos negros de la ladera de granito que quedaban al descubierto. A través de las desoladas cimas pasaban furiosas e intermitentes ráfagas de terrible viento antártico,- cuya cadencia hacía pensar a veces, vagamente, en una música salvaje y casi dotada de sensibilidad. Sus flotas recorrían una prolongada escala que, por alguna reacción subconsciente del recuerdo, me parecía inquietante e incluso extrañamente terrible. Algo de aquel paisaje me recordaba las extrañas y perturbadoras pinturas asiáticas de Nicholas Roerich y las descripciones, aún más inquietantes, de la

meseta de Leng, de perversa fama, que aparecen en el terrible Necronomicón del árabe loco Abdul Alhazred. Más tarde sentí haber examinado ese monstruoso libro en la biblioteca de la Universidad.

El 7 de noviembre, perdida de vista por el momento la cordillera occidental, pasamos ante la Isla de Franklin y a1 día siguiente avistamos los conos de los montes Erebus y Terror de la isla de Ross, con la larga hilera de las montañas de Parry alzándose a lo lejos. Ahora se extendía hacia el Este la línea blanca y baja de la gran barrera de hielo que se elevaba verticalmente hasta una altura de doscientos pies, como los pétreos acantilados de Quebec, marcando el limite de la navegación hacia el Sur.. Por la tarde entramos en la bahía de McMurdo y permanecimos apartados de la costa, a sotavento del humeante monte Erebus. El pico de escorias se recortaba con sus doce mil setecientos pies de altura sobre el cielo del Este como un grabado japonés del sagrado Fujiyama, mientras que más allá se alzaba la cumbre blanca y fantasmal del monte del Terror, de diez mil novecientos pies de altura y ahora extinto como volcán.

Desde el Erebus llegaban bocanadas intermitentes de humo y uno de los ayudantes graduados, un muchacho brillante llamado Danforth, señaló lo que parecía ser lava en la ladera nevada y comentó que esta montaña, descubierta en 1840, había inspirado indudablemente la metáfora de Poe cuando éste escribió siete años después:

—las lavas que derraman sin descanso

sus sulfúreas corrientes por el Yaanek

en las más lejanas regiones del Polo—

que gimen al rodar por las laderas del monte Yaanek

en las tierras del polo boreal.

Danforth era un gran aficionado a la lectura de libros excéntricos y me había hablado mucho de Poe. A mí me interesaba este autor por el ambiente antártico de su única narración larga, la del enigmático e inquietante Arthur Gordon Pym. En la costa desnuda y sobre la gran barrera de hielo del fondo, millares de grotescos pingüinos graznaban y agitaban sus aletas, mientras que en el agua se veía un gran número de gruesas focas, o bien nadando, o bien tendidas sobre grandes trozos de hielo a la deriva.

Utilizando botes pequeños, logramos desembarcar con dificultad en la isla de Ross poco después de medianoche, en la madrugada del día 9, llevando un cabo de cable de cada barco y preparándonos para descargar el equipo y las provisiones con ayuda de un andarivel. Experimentamos profundas y complejas sensaciones al pisar por primera vez la Antártida, aunque las expediciones de Scott y Shackleton nos habían precedido en ese preciso lugar. El campamento, situado en la costa helada, al pie de la ladera del volcán, era sólo provisional, ya que la base de operaciones continuó a bordo del Arkham. Desembarcamos el equipo de perforación, los perros, los trineos, las tiendas, los bidones de gasolina, el equipo experimental de fusión de hielo, las máquinas de fotografía, tanto normales como aéreas, las piezas de los aeroplanos y demás accesorios, entre ellos tres aparatos portátiles de radio —además de los que irían en los aeroplanos— capaces de comunicar con el equipo más potente del Arkham desde cualquier lugar del continente antártico a que pudiéramos llegar. El equipo del barco, en comunicación con el mundo exterior, transmitiría nuestros informes de prensa a la potente estación del Arkham Advertiser situada en Kingsport Head, Massachusetts. Esperábamos dar fin a nuestra tarea en un solo verano antártico, pero si esto era imposible, invernaríamos en el Arkham y-enviaríamos el Miskatonic al Norte antes de que se cerraran los hielos, en busca de provisiones para otro verano.

No es necesario que repita lo que ya ha publicado la prensa acerca de nuestros primeros trabajos: nuestro ascenso al monte Erebus, las perforaciones que llevamos a cabo felizmente en diversos lugares de la isla Ross con el fin de buscar minerales, y la singular velocidad con que las llevó a cabo el aparato de Pabodie, incluso a través de capas de piedra maciza; el ensayo provisional de nuestro reducido equipo de fusión de hielo; la peligrosa ascensión de la gran barrera con trineos y provisiones, y del montaje final de cinco enormes aeroplanos en el campamento situado en lo alto de la barrera. La salud de nuestro grupo de desembarco —veinte hombres y cincuenta y cinco perros de Alaska— era excelente, aunque lo cierto era que aún no habíamos encontrado fríos ni temporales verdaderamente rigurosos. Por lo general, el termómetro oscilaba entre los O grados y los 20 ó 25 Fahrenheit y los inviernos pasados en Nueva Inglaterra ya nos habían acostumbrado a tales inclemencias. El campamento de lo alto de la barrera era semipermanente y estaba destinado a almacenar gasolina, provisiones, dinamita y otros suministros.

Sólo eran necesarios cuatro aeroplanos para transportar el equipo de exploración; el quinto lo dejamos a cargo de un piloto y dos hombres de la tripulación, en el depósito, como medio de llegar basta nosotros desde el Arkham en caso de que se perdieran todos los aeroplanos de exploración. Más adelante, cuando utilizáramos todos los demás aeroplanos para el transporte del equipo, destinaríamos uno o dos a establecer una especie de puente aéreo entre el depósito y otra base permanente situada en la gran meseta, entre 600 y 700 millas en dirección sur, más allá del glaciar de Beardmore. A pesar de los informes casi unánimes acerca de los terribles vientos y tempestades que soplaban sobre la meseta, decidimos prescindir de bases intermedias, arriesgándonos así en beneficio de la economía y de una probable eficiencia.

Los informes radiotelegráficos hablaron del impresionante vuelo de cuatro horas sin escala que efectuó nuestra flotilla el 21 de noviembre por encima del elevado banco de hielo, con enormes picos alzándose al Oeste mientras ‘los silencios insondables nos devolvían el eco del sonido de nuestros motores. El viento nos molestaron sólo moderadamente y las brújulas radiogonométricas nos ayudaron a atravesar la poca niebla opaca que encontramos. Cuando las imponentes alturas se alzaron ante nosotros, entre 83 y 84 grados de latitud, supimos que habíamos llegado al glaciar Beardmore, el mayor del mundo entre los situados en un valle, y que el mar helado daba ahora paso a una costa adusta y montañosa. Al fin entrábamos en el mundo blanco de los confines meridionales, muerto durante incontables eones. Al mismo tiempo, vimos a lo lejos, hacia el Este, la cumbre del monte Nansen que se elevaba hasta una altura cercana a los quince mil pies La instalación de la base sur. sobre el glaciar, a 860 7´ de latitud y 174º 23’ de longitud este, llevada a cabo con toda felicidad, y los rápidos taladros y minados efectuados en varios puntos durante nuestras excursiones en trineo y breves vuelos en aeroplano, ya han pasado a la historia, así como el duro y feliz ascenso al monte Nansen que llevaron a cabo Pabodie y dos de los estudiantes graduados —Gedney y Carroll— del 13 al 15 de diciembre. Nos hallábamos a unos ocho mil quinientos pies sobre el nivel del mar, y cuando! las perforaciones experimentales revelaron, en ciertos lugares la existencia de tierra firme a una profundidad de sólo doce pies por debajo del hielo y de la nieve, empleamos a menudo el pequeño aparato de fusión taladrando y dinamitando en muchos lugares donde ningún explorador había pensado siquiera en recoger muestras de minerales. Los granitos precámbricos y los ejemplares de arenisca así conseguidos, nos afirmaron en la creencia de que la meseta formaba una base homogénea con la mayor parte del continente que quedaba al oeste, pero era algo distinta de las zonas que quedaban al este, por debajo de la América del Sur, zonas que entonces creíamos que constituían un continente aparte y más pequeño separado del mayor por la unión de los dos mares helados de Ross y Weddell, aunque Byrd ha demostrado posteriormente lo erróneo de tal hipótesis.

En algunas de las muestras de arenisca, obtenidas con dinamita y trabajadas a cincel después de que una perforación exploratoria revelara su naturaleza, encontramos algunas marcas y fragmentos de fósiles realmente interesantes, especialmente líquenes, algas, trilobites, crinoideos y algunos moluscos tales como linguellae y gastrópodos, los cuales parecían haber tenido gran importancia en la historia primigenia de aquella región. También descubrimos una extraña marca triangular y estriada, de alrededor de un pie de diámetro máximo, que Lake recompuso con tres fragmentos de pizarra extraídos de una profunda abertura dinamitada. Estos fragmentos procedían de un lugar situado al oeste, cerca de la cordillera de la Reina Alejandra. Lake, como bi6logo, juzgó estas curiosas marcas enormemente interesantes y difíciles de explicar, aunque a mí, en cuanto geólogo, no me parecieron diferentes de algunos efectos ondulados bastante corrientes en las rocas de sedimentación. Dado que la pizarra no es más que una formación metamórfica a la que se ha sumado a presión un estrato sedimentario y dado que esta presión produce extraños efectos deformantes en cualquier marca anteriormente existente, no vi razón para semejante asombro ante aquella huella estriada.

El 6 de enero de 1931, Lake, Pabodie, Daniels, los seis estudiantes, cuatro mecánicos y yo, volamos directamente por encima del Polo Sur en dos grandes aeroplanos, viéndonos obligados en una ocasi6n a tomar tierra por un fuerte viento que afortunadamente no se convirtió en un típico vendaval. Como ha dicho la prensa, éste fue uno de los varios vuelos de observaci6n en que tratamos de descubrir nuevas características topográficas en regiones no alcanzadas hasta entonces por anteriores exploraciones. Nuestros primeros vuelos resultaron decepcionantes respecto a esto último, aunque sí nos permitieron contemplar algunos magníficos ejemplos de los engañosos espejismos, enormemente fantásticos, propios de las regiones polares, fenómenos de los que el viaje por mar nos había proporcionado algún indicio. Flotaban en el cielo montañas remotas como ciudades hechizadas y a menudo todo el mundo blanco se diluía en una tierra dorada, plateada y escarlata, tierra de ensueños dunsanianos y prometedora de aventuras bajo la mágica luz de un sol de medianoche. En días nublados nos era bastante difícil volar a causa de la tendencia del cielo y la tierra nevada a fundirse en un místico vacío opalescente, sin horizonte perceptible que señalara la conjunción de uno y otra.

Al fin decidimos llevar a cabo nuestro proyecto inicial de volar quinientas millas hacia el Este con los cuatro aviones de exploración y establecer una nueva base auxiliar en un punto que, probablemente, estaría situado en el continente menor o lo que erróneamente juzgábamos como tal. Las muestras geológicas que allí obtuviéramos nos servirían para comparar. Nuestra salud hasta entonces continuaba siendo excelente, pues el zumo de lima compensaba sobradamente el régimen continuo a base de conservas y alimentos salados, y las temperaturas, generalmente superiores a cero, nos permitían prescindir de las pieles más gruesas. Estábamos a mediados de verano, y, si nos apresurábamos, tal vez pudiéramos acabar la tarea para marzo y evitar la tediosa invernada durante la larga noche antártica. Varias tormentas huracanadas arremetían contra nosotros desde el este, pero logramos escapar de ellas ilesos gradas a la habilidad de Atwood para construir hangares rudimentarios y defensas contra el viento con grandes bloques de hielo, y para reforzar con más nieve los principales refugios del campamento. Nuestra eficiencia y buena suerte habían sido casi milagrosas.

El mundo sabía de nuestro programa y fue informado también acerca de la tenaz y extraña insistencia de Lake en hacer un viaje de exploración hacia el oeste, o más bien hacía el noroeste, antes de nuestro definitivo traslado a la nueva base. Parece que había cavilado mucho, y con una audacia alarmantemente extrema, sobre la marca triangular y estriada observada en la pizarra, viendo en ella ciertas contradicciones entre su naturaleza y el período geológico a que pertenecía, contradicciones que habían despertado al máximo su curiosidad, por lo que deseaba llevar a cabo perforaciones y voladuras en la región que se extendía hacia occidente y a la que evidentemente pertenecían los fragmentos desenterrados. Estaba extrañamente convencido de que aquellas marcas eran la huella de algún organismo voluminoso, desconocido, inclasificable y de un grado de evolución considerablemente avanzando, a pesar de que la roca donde aparecieron era de tan remotísima antigüedad —cámbrica, si no decididamente precámbrica— que excluía la existencia probable

no sólo de toda dase de vida evolucionada, sino de cualquier forma de vida superior a la de una etapa unicelular o a lo sumo de los trilobites. Aquellos fragmentos, con sus extrañas marcas, debían tener una antigüedad de quinientos a mil millones de años.

II

Supongo que la fantasía popular respondió activamente nuestros boletines radiotelegrafiados acerca de la partida de Lake hacia el noroeste para penetrar en regiones jamás holladas por pies humanos ni imaginadas por el hombre, aunque no mencionamos sus descabelladas esperanzas de revolucionar toda la ciencia biológica y geológicas. Su viaje inicial en trineo con el fin, de llevar a cabo perforaciones, realizado entre el 11 y el 18 de enero con Pabodie y otros cinco y deslucido por la pérdida de dos perros en un vuelco al cruzar uno de los grandes caballones de hielo, habían proporcionado nuevas muestras de pizarra de la era precámbrica y hasta yo me sentí interesado por la singular profusión de marcas evidentemente fósiles en aquel estrato de increíble antigüedad. Esas marcas, sin embargo, respondían a formas de vida muy primitivas y no ofrecían otra paradoja que el hecho de darse en rocas tan claramente precámbricas como aquéllas parecían ser, por eso seguía yo sin encontrar razonable la exigencia de Lake de hacer un paréntesis en nuestro programa, preparado con la intención de ahorrar tiempo. Este paréntesis exigía la utilización de los cuatro aeroplanos, de muchos hombres y de la totalidad del equipo mecánico de la expedición. Finalmente no veté el proyecto, aunque decidí no acompañar al grupo al Noroeste, a pesar. de que Lake me había pedido mi asesoramiento como geólogo. Mientras ellos estuvieran fuera, yo permanecería en la base con Pabodie y cinco hombres más tra zando los planes definitivos para el traslado hacia el Este. Con vistas a este traslado, uno de los aeroplanos había empezado ya a transportar una buena cantidad de gasolina desde la bahía de McMurdo, pero esto podía esperar por el momento. Me reservé un trineo y nueve perros, pues era imprudente quedarse sin ninguna posibilidad de transporte en un mundo totalmente deshabitado y muerto durante muchos eones.

La expedición secundaria de Lake al interior de lo desconocido envió, como todos recordarán, varios mensajes utilizando los transmisores de onda corta de los aeroplanos, mensajes que eran captados simultáneamente por nuestros receptores de la base sur y por el Arkham, fondeado en la bahía de McMurdo, los cuales los retransmitían al mundo exterior por longitudes de onda de hacia cincuenta metros. Emprendieron marcha el 22 de enero a las cuatro de la madrugada y el primer mensaje radiado nos llegó sólo dos horas después; en él Lake nos comunicaba que había aterrizado e iniciado una labor de perforación y de fusión del hielo a pequeña escala en un punto situado a trescientas millas de donde nos encontrábamos. Seis horas más tarde un segundo mensaje, muy emocionado, nos hablaba del trabajo frenético, como de castor, con que habían taladrado una perforación, ensanchada luego con dinamita, y que había culminado en el descubrimiento de fragmento de pizarra con varias marcas aproximadamente iguales a las que habían despertado nuestro asombro en un principio.

Tres horas después, un breve boletín nos comunicaba la reanudación del vuelo luchando contra un crudo y penetrante temporal, y cuando yo envié un nuevo mensaje de protesta oponiéndome al enfrentamiento con nuevos peligros, Lake contestó secamente que las nuevas muestras justificaban afrontar cualquier riesgo. Comprendí que el entusiasmo casi alcanzaba el límite del amotinamiento y que nada podía hacer por evitar el peligro que pudiera correr ahora el éxito de la expedición, pero me espantó pensar que Lake se fuera aventurando más y más profundamente en aquella blanca y traidora inmensidad llena De tempestades y misterios insondables, que se extendía a largo de unas mil quinientas millas hacia las costas, mitad conocidas, mitad sospechadas, de las tierras de la Reina María y de Knox.

A1cabo de otra hora y media aproximadamente nos llegó un mensaje doblemente excitado enviado en vuelo desde el aeroplano de Lake, que casi me hizo cambiar totalmente de opinión y me impulsó a desear haberles acompañado:

«10.05 noche. En vuelo. Después tormenta de nieve avistamos cordillera más elevada que todas las vistas hasta ahora. Quizá tan alta como Himalaya teniendo en cuenta altitud meseta. Probablemente a 76º 15’ de latitud y 113º 10’ de longitud este. Se extiende hacia derecha e izquierda hasta donde alcanza la vista. Creo percibir dos conos humeantes. Todos los picos negros y sin nieve. Vendaval que sopla desde ellos impide navegación.»

Después de recibir este mensaje, Pabodie, los hombres y yo permanecimos sin respirar junto a la radio. La imagen de aquella titánica muralla montañosa situada a setecientas millas de distancia inflamó nuestro más hondo sentido de la aventura y nos congratulamos de que fuera nuestra expedición, aunque no nosotros personalmente, quien la hubiera descubierto. Al cabo de media hora volvió a llamar Lake:

«Aeroplano de Moulton obligado descender en meseta al pie de las montañas, pero no hay heridos y quizá podamos repararlo. Trasladaremos todo lo imprescindible a los otros tres aparatos para regreso o ulteriores vuelos si son necesarios, pero por ahora no necesitamos más expediciones de esta envergadura. Montañas sobrepasan todo lo imaginable. Me dispongo a efectuar vuelo de exploración en aparato de Carroll libre de carga.

»Imposible imaginar nada semejante. Los picos más altos deben tener más de 35.000 pies. El Everest no es nada en comparación con esto. Atwood va a calcular altura con teodolito mientras Carroll y yo exploramos. Probablemente nos equivocamos acerca conos, pues formaciones parecen estratificadas. Posiblemente pizarra precámbrica mezclada con otros estratos. Extrañas siluetas en el horizonte con fragmentos de cubos adosados a picos más altos. Todo ello maravilloso a la luz dorada rojiza del sol bajo, como tierra misteriosa vista en sueños o como puerta que da a un prohibido mundo de maravillas jamás contempladas. Me gustaría estuvieran acá para estudiarlo.»

Aunque había llegado ya la hora acostumbrada de dormir ninguno de los que estábamos a la escucha pensamos ni por un momento en acostarnos. Lo mismo debía de ocurrir en la bahía de McMurdo, en donde tanto el depósito de materiales como el Arkham recibían también los mensajes, pues el capitán Douglas nos llamó para felicitarnos a todos por el importante descubrimiento y Sherman, el encargado del depósito, se adhirió a la felicitación. Naturalmente, lamentamos lo del aeroplano averiado, pero esperamos que fuera fácilmente reparado. A las 11 de la noche captamos un nuevo mensaje de Lake:

«He volado con Carroll sobre las estribaciones más al-tas. No me atrevo a pasar con este tiempo sobre picos verdaderamente elevados, pero lo haré después. Difícil subir y difícil volar a esta altura, pero vale la pena. La gran cordillera es bastante cerrada, lo que impide ver qué hay del otro lado. Principales picos más altos que el Himalaya y muy extraños. La cordillera parece de pizarra precámbrica con claros indicios de otros plegamientos. Equivocado en cuanto a volcanismo. Se extiende en las dos direcciones más allá de lo que alcanza la vista. Limpia de nieve por encima de los veinte mil pies.

»Extrañas formaciones en laderas de montañas más altas. Grandes bloques cuadrados y bajos con lados completamente verticales y lineas rectangulares de paredes verticales como los antiguos castillos asiáticos adheridos a las empinadas montañas que aparecen en los cuadros de Roerich. Impresionantes desde lejos. Volamos cerca de algunos y a Carroll le pareció estaban formados por trozos separados más pequeños, pero se trata probablemente de la erosión. La mayor parte de las aristas desmoronadas y redondeadas como si hubiesen estado expuestas a tempestades y cambios climáticos desde hace millones de años.

>>Algunas partes, especialmente las superiores, parecen ser de roca de colorido más claro que los estratos discernibles en laderas propiamente dichas, lo que indica que son de origen evidentemente cristalino. Desde más cerca me ven muchas bocas de cuevas, algunas de contornos extrañamente regulares, cuadradas o semicirculares. Debes venir y estudiarlo todo. Creo que he visto una pared asentada verticalmente en lo alto de un pico. La altura oscila entre 30 y 35.000 pies. Volamos a una altitud de 21.500 con un frío endiablado que nos caía hasta los huesos. El viento silba y aúlla a través de las gargantas y entrando y saliendo de las cuevas, pero hasta ahora el vuelo no ha revestido peligro alguno.»

A partir de entonces y durante la media hora siguiente Lake desató una riada de comentarios manifestando su intención de escalar algunos de los picos. Le respondí que me reuniría con él tan pronto como pudiera enviar un aeroplano y que Pabodie y yo idearíamos el plan más adecuado para el abastecimiento de gasolina: dónde y cómo concentrar las existencias en vista del cambio de programa de la expedición. Evidentemente, las labores de sondeo de Lake, así como las exploraciones aéreas, exigirían gran cantidad de combustible en la nueva base que tenía intención de establecer al pie de las montañas; y entraba dentro de lo posible que, después de todo, no realizáramos en esta estación el vuelo hacia el este. En relación con esto, llamé al capitán Douglas y le pedí que desembarcara todos los pertrechos que pudiese y los transportase más allá de la barrera con el único tiro de perros que habíamos dejado allí. Lo que teníamos que hacer era establecer una ruta directa que cruzase la región desconocida que separaba el lugar en que se hallaba Lake de la bahía de McMurdo.

Lake me llamó más tarde para decirme que había decidido dejar el campamento en el lugar donde se había visto obligado a aterrizar el avión de Moulton, y donde las reparaciones habían progresado algo. La costra de hielo era muy fina y dejaba ver aquí y allá trozos de tierra oscura. Lake pensaba llevar a cabo algunas perforaciones y hacer estallar algunos barrenos en aquel lugar antes de realizar exploraciones en trineo o de emprender ningún ascenso. Me habló de la inefable majestuosidad del panorama y de las extrañas sensaciones que le producía encontrarse al socaire de inmensos y silenciosos picachos que, formando hileras, se disparaban hacia lo alto como un muro que alcanzase el cielo en el confín del mundo. El teodolito de Arwood había fijado la altura de los cinco picos más altos entre los 30.000 y los 34.000 pies. La forma en que el terreno estaba barrido por el viento inquietaba a Lake, pues auguraba la existencia de tremendas borrascas de violencia mucho más inusitada que cualquiera de las que habíamos sufrido hasta la fecha. Su campamento se hallaba a algo más de cinco millas del lugar en que las estribaciones de las montañas se elevaban bruscamente. Casi pude percibir un tono de alarma subconsciente en sus palabras, transmitidas a través de un vacío glacial de setecientas millas, cuando nos pedía que nos diésemos prisa pera acabar lo antes posible la tarea en aquella nueva región. Se disponía a descansar después de un día de trabajo, esfuerzo y resultados sin precedentes.

Por la mañana sostuve una conversación tripartita por radio con Lake y el capitán Douglas, que se hallaban en sus respectivas bases, muy lejanas entre sí. Acordamos que uno de los aviones de Lake vendría a mi base a recogernos a Pabodie, a cinco hombres y a mí, y a llevar también toda la gasolina que pudiera. La cuestión del combustible podía aguardar unos días más según lo que decidiéramos acerca de la expedición hacia el este, pues Lake tenía bastante en su campamento para sus inmediatas necesidades de calefacción y perforado. En su momento tendríamos que reabastecer la base del sur, pero si retrasábamos la expedición hacia el este no la utilizaríamos hasta el próximo verano, y entretanto Lake debía enviar un aparato para explorar una ruta directa entre sus nuevas montañas y la bahía de McMurdo.

Pabodie y yo nos dispusimos a cerrar nuestra base durante poco o mucho tiempo, según fuese necesario. Si invernábamos en el Antártico, volaríamos probablemente en línea directa desde la base de Lake al Arkham sin regresar a ese lugar. Habíamos reforzado algunas de las tiendas cónicas con bloques de nieve endurecida y ahora decidimos completar el trabajo de crear un poblado permanente. Lake tenía todas las tiendas que podía necesitar aun después de nuestra llegada. Le envié un mensaje radiado diciendo que Pabodie y yo estaríamos preparados para salir hacia ‘el Norte después de un día de trabajo y una noche de descanso.

Sin embargo, nuestra tarea no fue muy continua a partir de las 4 de la tarde, pues Lake comenzó a enviar unos mensajes extraordinariamente sorprendentes y muy excitados. Su día de trabajo había comenzado con malos augurios, ya que un vuelo de exploración de las superficies rocosas que quedaban casi al descubierto había revelado una ausencia total de los estratos arcaicos y primigenios que buscaba y que constituían una parte tan considerable de las colosales cumbres que se elevaban a asombrosa distancia del campamento. La mayor parte de las rocas entrevistas eran aparentemente areniscas jurásicas y comanchienses y esquistos pérmicos y triásicos con un afloramiento aquí y allá de un negro brillante que ‘hacia pensar en antracita o carbón esquistoso. Esto desalentó un tanto a Lake, cuya aspiración era descubrir muestras de más de quinientos millones de años. Le resultó patente que para encontrar vetas de pizarra arcaica como aquellas en que había descubierto las extrañas marcas, tendría que realizar una larga expedición en trineo desde las estribaciones a las escarpadas laderas de las gigantescas montañas.

No obstante, había decidido efectuar algunas perforaciones allí mismo como parte del programa general de la expedición, por lo que montó la barrena y puso a trabajar en ella a cinco hombres mientras que los demás acababan de instalar el campamento y de reparar el aeroplano averiado. Se eligió para el primer sondeo la roca visible más blanda —una piedra arenisca que se encontraba a un cuarto de milla aproximadamente del campamento—, y la taladradora hizo excelentes progresos sin necesidad de muchos barrenos auxiliares. Fue alrededor de tres horas más tarde, después de la primer explosión auténticamente potente, cuando se oyeron los gritos del equipo de perforación y cuando Gedney —que hacia las veces de capataz— llegó corriendo al campamento con la asombrosa noticia.

Habían topado con una caverna. Al poco tiempo de comenzar la perforación la piedra arenisca había sido reemplazada por una yeta de piedra caliza comanchiense, llena de diminutos fósiles de cefalópodos, corales, equinodermos, braquiópodos y, de cuando en cuando, indicios de esponjas silíceas y huesos de vertebrados marinos, procedentes ‘estos últimos con toda probabilidad de teleosteos, tiburones y ganoideos. Esto era ya de por sí suficientemente importante, pues eran los primeros fósiles de vertebrados conseguidos por la expedición; pero cuando poco después el cabezal de la perforadora acabó de taladrar el estrato para llegar a una oquedad, una nueva ola de emoción doblemente intensa se apoderó de los perforadores. Un barreno de buen tamaño había dejado al descubierto el secreto subterráneo; y ahora, allí, a través de un tortuoso agujero de tal vez cinco pies de diámetro por tres de grosor, se abría ante los anhelantes exploradores parte de una oquedad socavada hacia más de cincuenta millones de años por el tenaz discurrir de aguas subterráneas de un desaparecido mundo tropical.

El estrato en que se abría la oquedad no tenía más de siete u ocho pies de espesor, pero se extendía indefinidamente en todas direcciones y se respiraba en ella un fresco vientecillo que hacía pensar que pertenecía a un extenso sistema subterráneo. Techo y suelo mostraban abundancia de grandes estalactitas y estalagmitas, algunas de las cuales se unían formando columnas; pero lo más importante de todo era el vasto depósito de conchas y huesos que en algunos lugares casi obstruían el paso. Arrastrados por las aguas desde desconocidas selvas de helechos

arborescentes, hongos mesozoicos, bosques de cicaidaceas, palmeras de abanico y angiospermas primitivas del terciario, había en este óseo depósito más ejemplares de especies de animales del cretaceo, del eoceno y de otras ¿pocas que las que hubiera podido contar y dasificar el más sabio paleontólogo en un año. Moluscos, caparazones de crustáceos, peces, anfibios, reptiles, aves y mamíferos primitivos, todos ellos grandes y pequeños, conocidos y desconocidos. No es de asombrar, pues, que Gedney volviera al campamento corriendo y gritando, ni debe maravillar que todos los demás dejaran el trabajo y corrieran desafiando el cortante frío hacia el lugar donde la torreta señalaba el emplazamiento de la recién descubierta entrada a los secretos de la tierra interior y de pasados eones.

Cuando Lake hubo satisfecho las primeras punzadas de la curiosidad, garrapateó un mensaje en su cuaderno de notas y encargó al joven Moulton que lo llevara inmediatamente al campamento pára que lo radiaran. Fue aquélla la primera noticia que tuve del descubrimiento, y en ella se hablaba de la identificación de conchas primitivas, de huesos de ganoides y placodermos, de vestigios de laberintodontes y tecodontes, de grandes trozos de cráneos de mesosaurios, vértebras y pedazos de caparazones de dinosaurios, de dientes y huesos de alas de pterodáctilos, de restos de aves primitivas, dientes de tiburón del mioceno, cráneos de aves primitivas y de otros huesos de mamíferos desaparecidos, como los paleoterios, los xifodones, los xifoideos, los eopideos, los oredones y los titatoneros. No había nada que correspondiera a animales

tan recientes como el mastodonte, el elefante, el verdadero camello, el ciervo o los animales bovinos, por lo que Lake dedujo que los depósitos más modernos eran del’ oligoceno y que el estrato excavado había permanecido en su actual estado, seco, muerto e inaccesible, durante treinta millones de años por lo menos.

Por otra parte, la preponderancia de formas muy tempranas de vida era extraordinariamente curiosa. Aunque la formación de piedra caliza, a la luz de los fósiles que contenía, tan característicos como las ventriculitas, era

indiscutiblemente comanchiense y en ningún modo anterior, entre los fragmentos sueltos que se hallaban en la oquedad había una proporción sorprendente de organismos considerados hasta ahora como propios de períodos muy anteriores, entre ellos algunos peces rudimentarios y moluscos y corales que podían clasificarse como pertenecientes a períodos tan remotos como el silúrico superior o el ordoviciense. La inevitable condusión era que en esta parte del mundo había habido un grado de continuidad excepcional entre la vida de hace más de trescientos millones de años y la de hace tan sólo treinta millones. Dilucidar hasta qué punto había persistido esta continuidad después de la era oligocénica, cuando se cerró la caverna, era algo que estaba, desde luego, más allá de cualquier conjetura. En cualquier caso, la llegada del terrible hielo del pleistoceno hace unos quinientos mil años

—poco más que ayer en comparación con la antigüedad de aquella caverna— debió de acabar con las formas primitivas de vida que habían logrado sobrevivir más allá del limite general alcanzado por sus congéneres.

Lake no se contentó con enviar este primer mensaje, sino que hizo redactar otro boletín y transmitirlo a través de la nieve hasta el campamento antes que Moulton pudiera regresar. Acto seguido, Moulton permaneció junto a la radio en uno de los aeroplanos transmitiéndome a mí —y al Arkham, que transmitía a su vez al mundo exterior— las numerosas aclaraciones que Lake le enviaba empleando una serie de mensajeros. Quienes siguieran aquel asunto en la prensa recordarán la excitación que provocaron en los hombres de ciencia las noticias de aquella tarde, noticias que finalmente haya dado lugar, al cabo de tantos años, a la organización de la Expedición Starkweather-Moore, cuyos propósitos tan ardientemente deseo desalentar. Será mejor que transcriba literalmente los mensajes tal como los envió Lake y como los tradujo nuestro radiotelegrafista, McTighe, de sus notas taquigráficas tomadas a lápiz:

«Fowler hace un descubrimiento de la máxima importancia en los fragmentos de piedra arenisca y caliza del

barreno. Varias huellas estriadas como las halladas en la pizarra arcaica, demuestran que su fuente sobrevivió desde hace más de seiscientos millones de años hasta el período comanchiense con cambios morfológicos moderados y disminución de su tamaño medio. Las huellas de época comanchiense parecen tan sólo más primitivas o decadentes que las más antiguas. Destaquen importancia descubrimiento en la prensa. Significará para la biología lo que Einstein para las matemáticas y la física. Enlaza con mi labor anterior y amplia sus conclusiones.

»Parece indicar, como yo sospechaba, que la Tierra ha sido testigo de un ciclo o varios ciclos de vida orgánica anteriores al que conocemos y que comienza con las células agnostozoicas. Evolucionó y se especializó no más tarde de hace mil millones de años, cuando el planeta era joven y, hasta hacia poco tiempo, inhabitable para cualquier forma de vida o estructura protoplásmica. Surge la pregunta de cuándo, dónde y cómo aconteció tal desarrollo.»

* * *

«Más tarde. Al examinar ciertos fragmentos de esqueletos de grandes saurios terrestres y acuáticos y de mamífrros primitivos encuentro extrañas ‘heridas o traumatismos locales en la estructura ósea que no cabe achacar a ningún animal predatorio o carnívoro conocido de periódo alguno. Son de dos clases, punciones directas y penetrantes e incisiones más largas y cortantes. Dos o tres casos de huesos limpiamente seccionados. Pocos ejemplares las muestran. He mandado traer linternas eléctricas del campamento. Ampliaré la zona exploratoria subterránea cortando estalactitas.»

* * *

«Aun más tarde. Hemos encontrado extraño fragmentos de esteatita de unas seis pulgadas de ancho y de pulgada y media de espesor completamente diferente de toda

formación local visible. Es verduzca, sin características que permitan determinar su antigüedad. Posee una curiosa tersura y regularidad. Tiene forma de estrella de cinco puntas con los vértices rotos y muestras de hendiduras en ángulos interiores y en el centro de la superficie. Pequeña depresión en el centro de ‘la superficie lisa. Despierta gran curiosidad acerca de su origen y erosión. Probablemente algún capricho inusitado de la acción del agua. Con el ampliador, Carroll cree que puede ver marcas adicionales de importancia geológica. Grupos de puntos diminutos formando unos esquemas regulares. Los perros cada vez más inquietos mientras trabajamos y parecen aborrecer esta esteatita. Tengo que investigar si tiene olor especial. Informaré nuevamente cuando’ Milís regrese con las linternas y podamos comenzar con la zona subterránea.»

* * *

«10,15 noche. Descubrimiento importante. Orrendorf y Watkins, cuando trabajaban con luz bajo tierra a las 9,45, encontraron monstruoso fósil en forma de barril de naturaleza completamente desconocida; probablemente vegetal, a no ser qué se trate de un ejemplar hiperdesarrollado de radiado marino desconocido. Los tejidos se han conservado evidentemente por la acción de sales minerales. Duro como el cuero, pero con asombrosa flexibilidad en algunas partes. Huellas de partes rotas en los extremos y en torno a los costados. Mide seis pies de longitud y tres pies y cinco décimas de diámetro central que disminuye hasta un pie de diámetro en cada punta. Semejante a un barril con cinco protuberancias abultadas en lugar de duelas. Rupturas laterales como tallos más bien finos a la mitad de estas protuberancias. En los surcos entre los abultamientos hay curiosas excrecencias

—grandes crestas o alas que se pliegan y despliegan como abanicos. Todas están muy deterioradas, menos una, que alcanza casi siete pies una vez extendida. Su construcción

recuerda a ciertos monstruos de los mitos primigenios, especialmente a los Primordiales del Necronomicón.

»Las alas parecen ser membranosas, extendidas sobre una armadura de tubos glandulares. Se perciben diminutos orificios en la armadura de las puntas de las alas. Extremos del cuerpo resecos; no dan indicios acerca del interior o de qué es lo que se ha roto allí. Tengo que diseccionar cuando regrese al campamento. No puedo decidir si es vegetal o animal. Muchas de sus características son evidentemente de un primitivismo casi inconcebible. He puesto a todos los hombres a cortar estalactitas y a buscar más ejemplares. Hemos encontrado más huesos con marcas, pero éstos tendrán que aguardar. Tenemos dificultades con los perros. No pueden soportar la presencia del nuevo ejemplar y probablemente lo destrozarían si no los mantuviéramos a distancia de él.»

* * *

«11,30 noche. Atención, Dyer, Pabodie, Douglas. Asunto de la mayor importancia —yo diría que trascendente—. Arkham debe retransmitir a la Estación de Kingsport Head inmediatamente. Extraña forma semejante a barril es el objeto arcaico que dejó las huellas en las rocas. Mills, Boudreau y Fowler han encontrado un núcleo de otras trece en punto subterráneo a cuarenta pies de la entrada. Mezclados con trozos de esteatita curiosamente redondeados y configurados, más pequeños que el encontracio anteriormente, con forma de estrella pero sin señales ks de rotura excepto en algunas de las puntas.

»De las muestras orgánicas, ocho parecen en perfecto estado y con todos los apéndices. Las hemos sacado todas a la superficie después de alejar a los perros. No pueden soportar su presencia. Atención a la descripción y repetídnosla para confirmar. Los periódicos tienen que transcribirla exactamente.

>>Los objetos tienen una longitud total de ocho pies. El torso, en forma de barril, con cinco protuberancias, ~ide seis pies de longitud, tres pies y cinco décimas de diámetro central y un pie de diámetro en los extremos. Gris oscuro, flexibles y extraordinariamente duros. Alas membranosas de siete pies de longitud y del mismo color, que encontramos plegadas, salen de los surcos entre las protuberancias. La estructura de las alas es tubular o glandular, de un color gris más claro, con orificios en las puntas. Las alas extendidas tienen los bordes serrados. En torno al ecuador, en el centro de cada una de las cinco protuberancias verticales semejantes a duelas de barril, hay un sistema de brazos o tentáculos gris claro y flexibles, que encontramos fuertemente plegados contra el torso, pero se pueden extender hasta una longitud máxima de más de tres pies. Se asemejan a los brazos de los crinoideos primitivos. Tallos sencillos de tres pulgadas de diámetro se ramifican a una distancia de unas seis pulgadas en otros cinco tallos, cada uno de los cuales se subdivide al cabo de ocho pulgadas en pequeños tentáculos o zarcillos ahusados que dan a cada tallo un total de veinticinco tentáculos.

»En la parte superior del torso un cuello romo, bulboso, de color gris claro con indicios de algo que se asemeja a branquias, sostiene lo que parece ser una cabeza amarillenta con forma de estrella de mar cubierta por pelillos o cilios muy recios de varios colores elementales.

»La cabeza, gruesa y como hinchada, mide unos dos pies de un extremo al otro con tubos amarillentos y flexibles de unas tres pulgadas que salen de cada punta. Hendidura en el centro exacto de la parte superior, probablemente un orificio de respiración. En el extremo de cada uno de los tubos, abultamiento esférico en donde la membrana amarillenta se repliega al tocarla, dejando ver un globo vidrioso irisado y rojizo, evidentemente un ojo.

»Cinco tubos rojizos algo más largos salen de los ángulos internos de la cabeza estrellada y terminan en partes hinchadas del mismo color, semejantes a bolsas que, al apretarlas, se abren y muestran orificios con forma de campana de dos pulgadas de diámetro como máximo recubiertos de salientes afilados, blancos y semejantes a dientes

--probablemente bocas—. Todos estos tubos, cilios y puntas de la cabeza estrellada los encontramos firmemente plegados, con los tubos y las puntas fuertemente adheridos al cuello bulboso y al torso. La flexibilidad es sorprendente a pesar de la extraordinaria dureza.

»En la parte inferior del torso hay una reproducción más primitiva de la cabeza con funciones distintas. Un falso cuello bulboso de color gris claro, sin branquias rudimentarias, sujeta una estructura verdosa en forma de estrella de mar de cinco puntas.

»Brazos recios y musculados, de cuatro pies de largo y de grosor en disminución a partir de un diámetro de siete pulgadas en la base hasta dos y cinco décimas en los extremos. Adherida a la punta de cada brazo hay una pequeña terminación triangular membranosa, con finas venas, de una longitud de ocho pulgadas y una anchura de seis en el extremo final. Esta es la membrana, la aleta o seudopata que dejó huellas en rocas con una antigüedad de entre mil millones y cincuenta o sesenta millones de años.

»De los ángulos internos de las formas estrelladas salen tubos de dos pies que van disminuyendo de grosor desde un diámetro de tres pulgadas en la base a una tercera parte de ese diámetro en el extremo. Tienen orificios en las puntas. Todas estas partes son correosas y de enorme dureza, pero extremadamente flexibles. Brazos de cuatro pies de longitud con membranas interdigitales empleadas indudablemente para moverse en el agua o en otro medio. Cuando se mueven, muestran lo que parece ser una excesiva musculatura. Tal como los encontramos, estaban todos fuertemente plegados sobre el falso cuello y el final del torso, al igual que sus correspondientes proyecciones del extremo opuesto.

»No puedo decir todavía con toda certeza si pertenecen al reino animal o vegetal, pero las probabilidades están ahora a favor de su animalidad. Probablemente representan una evolución increíblemente avanzada de los radiados, sin pérdida de algunas de sus primitivas características. El parecido con los equinodermos es indiscutible, a pesar de la contradictoria morfología de algunas de las partes.

»La estructura alada causa perplejidad en vista del probable hábitat marino, pero puede que fuera utilizada para la navegación acuática. La simetría es curiosamente vege-. tal y recuerda la estructura esencial, propia de los vegetales, de una parte superior y una parte inferior, en lugar de la estructura animal de una parte anterior y otra posterior. Fecha fabulosamente temprana de la evolución, anterior a la de los protozoos más sencillos conocidos hasta ahora, impide cualquier clase de conjetura acerca de su origen.

»Los ejemplares completos tienen una semejanza tan impresionante con ciertos seres de los mitos primigenios que resulta inevitable pensar en su existencia milenaria fuera de la Antártida. Dyer y Pabodie han leído el Necronomicón y han visto las pinturas de pesadilla de Clark Ashton Smith basadas en el texto, y comprenderán lo que quiero decir si ‘hablo de ‘los Primordiales, supuestos creadores de la vida terrestre como broma o por error. Los estudios siempre han juzgado dicha concepción como resultado de una interpretadón imaginativa y morbosa de muy antiguos radiados tropicales. Semejantes también a formas del folklore prehistórico de que ha hablado Wilmarth: apéndices del culto de Cthulhu, etc.

»Se ha abierto un vasto campo de estudio. Depósitos probablemente del Cretáceo tardío o del temprano Eoceno, a juzgar por los ejemplares hallados con ellos. Estalagmitas inmensas depositadas sobre ellos. Cortarlas ha sido trabajo difícil, pero la dureza de los ejemplares ha evitado daños. Estado de conservación milagroso, evidentemente por efecto de la piedra caliza. No hemos hallado más por el momento, pero reanudaremos la búsqueda más tarde. Lo difícil ahora es ‘llevar catorce enormes ejemplares al campamento sin los perros, que ladran frenéticamente y no se ‘les puede dejar cerca de ellos.

»Con nueve hombres —hemos dejado tres para vigilar a los perros— podremos manejar los tres trineos bastante bien, aunque el viento es fuerte. Tenemos que establecer comunicación aérea con bahía de McMurdo y comenzar a enviar material. Pero he de hacer disección de uno de estos seres antes de enviar los demás. Ojalá tuviera aquí un verdadero laboratorio. Dyer debiera darse de bofetadas por tratar de impedir mi excursión al Oeste. Primero las montañas mayores del mundo y luego esto. Si no es la culminación de la expedición, no sé que podrá serlo. Hemos triunfado científicamente. Felicito a Pabodie por la taladradora que abrió la caverna. ¿Ahora puede el Arkham repetir la descripción, por favor?»

Lo que Pabodie y yo experimentamos al recibir este informe es indescriptible, y no le fue a la zaga el entusiasmo de nuestros compañeros. McTighe, que había traducido apresuradamente los pasajes principales según se iban recibiendo, escribió ahora todo el mensaje traduciéndolo de ‘la versión original en taquigrafía y lenguaje telegráfico tan pronto como cerró la emisora de Lake. Todos se daban cuenta del significado de aquel descubrimiento que hacía ¿poca, y yo envié mi felicitación a Lake tan pronto como el radio del Arkham repitió la descripción como se le había pedido, siguiendo mi ejemplo Sherman, desde su campamento en el depósito de la bahía de McMurdo, y el capitán Douglas del Arkham. Más tarde, como jefe de la expedición, añadí algunos comentarios para que se transmitieran desde el Arkham al mundo exterior. Naturalmente, era absurdo pensar en dormir en medio de tantas emociones, y mi único deseo era llegar al campamento de Lake lo antes posible. Fue una gran decepción cuando me mandó decir que una creciente tempestad de viento que soplaba de las montañas hacía imposible volar por el momento.

Pero al cabo de una hora y media volvió a aumentar el interés desvaneciendo la desilusión. Nuevos mensajes de Lake hablaban del feliz traslado de catorce de los grandes ejemplares al campamento. La tarea había sido dura, pues aquellas «cosas» tenían un peso sorprendente, pero entre nueve hombres habían logrado hacerlo muy limpiamente. A la sazón, parte de los que formaban el grupo estaban construyendo apresuradamente con vallas de nieve, y a segura distancia del campamento, un cercado al que pu4ieran llevarse los perros para facilitar su alimentación. Los ejemplares quedaron tendidos sobre la nieve endurecida cerca del campamento, excepto uno con que Lake estaba realizando burdos ensayos de disección.

Esta disección parecía ser tarea más ardua de lo que se había supuesto, pues a pesar del calor que proporcionaba una estufa de gasolina en la tienda-laboratorio recién armada, los tejidos engañosamente flexibles del ejemplar elegido —robusto e intacto— no perdieron nada de su correosa dureza. Lake no acertaba con el modo de hacer las necesarias incisiones sin recurrir a una fuerza bruta que podría alterar los detalles estructurales que buscaba. Es cierto que disponía de otros siete ejemplares en perfecto estado, pero eran demasiado pocos para utilizarlos imprudentemente, a no ser que la caverna suministrara más tarde una cantidad ilimitada de ellos. Por esta razón sacó el ejemplar en que trabajaba y entró a rastras otro, que, aunque conservaba trazas de las formas de estrella de mar en sus dos extremos, estaba aplastado de mala manera y deformado en parte a lo largo de uno de los dos grandes surcos del torso.

Los resultados, rápidamente comunicados por radio, fueron desconcertantes y decididamente estimulantes. Era imposible realizar una disección escrupulosa o exacta con unos instrumentos casi incapaces de cortar aquellos anómalos tejidos, pero lo poco que se consiguió nos dejó asombrados y estupefactos. La biología vigente tenía ahora que revisarse enteramente, pues aquello no era producto de ninguna clase de evolución celular de que la ciencia tuviera conocimiento. Apenas había habido sustitución mineral, y a pesar de una antigüedad tal vez de cuarenta millones de años, los órganos internos estaban completamente intactos. Aquella calidad correosa, resistente al deterioro y casi indestructible, era un atributo inherente a la organización de aquel ser y pertenecía a algún ciclo paleógeno de evolución invertebrada que trascendía nuestra capacidad de especulación. Al principio, todo lo que Lake encontró estaba seco, pero a medida que el calor de la tienda dejó sentir sus efectos de fusión. encontró una cierta humedad orgánica de penetrante y desagradable olor hacia la parte no dañada del ser. No era sangre, sino un espeso flujo de color verde oscuro que al parecer hacía sus veces. Para cuando Lake llegó a este punto de su investigación, los 37 perros estaban ya en el cercado, todavía sin terminar, e incluso a esa distancia, ladraban furiosamente y mostraban gran inquietud ante aquel olor acre y penetrante.

Lejos de ayudarnos a clasificar al extraño ser, esa disección provisional no hizo sino aumentar su misterio. Todas las suposiciones acerca de sus miembros externos resultaron acertadas, y en vista de ellas difícilmente podía dudarse de clasificar aquello como animal; pero el examen interno mostró tantas características vegetales que Lake quedó. sumido en un mar de confusiones. Tenía sistema digestivo y circulatorio y evacuaba los residuos naturales por los tubos rojizos de la base en forma de estrella. Tras un examen rápido, se diría que su sistema respiratorio eliminaba oxígeno más bien que bióxido de carbono, y se percibían extraños indicios de cámaras de almacenamiento de aire y métodos de cambiar la respiración de los orificios externos a, por lo menos, otros dos sistemas de respiración completamente desarrollados, uno de branquias y otro de poros. Se trataba claramente de un anfibio y estaba probablemente adaptado también para sobrevivir durante largos períodos de hibernación sin aire. Parecían existir órganos vocales conectados con el principal sistema respiratorio, pero éstos presentaban anomalías insolubles por el momento. El habla articulada, en el sentido de pronunciación silábica, apenas resultaba concebible, pero era muy probable que pudieran emitir notas musicales como silbidos de una amplia escala. El sistema muscular estaba desarrollado casi prematuramente.

El sistema nervioso era tan complejo y se encontraba tan desarrollado que dejó atónito a Lake. Aunque excesivamente primitivo y arcaico en algunas de sus características, el ser poseía un conjunto de centros ganglionares y conjuntivos que suponían un desarrollo enormemente es pecializado. El cerebro, de cinco lóbulos, mostraba una evolución sorprendentemente avanzada y se percibían indicios de un equipo sensorial servido en parte por las cilias, semejantes a alambres, de la cabeza, lo que suponía la existencia de factores ajenos a cualquier otro organismo terrestre. Probablemente poseía más de cinco sentidos, por lo que sus hábitos no podían deducirse por analogía. Lake supuso que debió tratarse de un ser de fina sensibilidad y funciones delicadamente diferenciadas en su mundo primigenio —algo muy semejante a las hormigas y las abejas actuales—. Se reproducía como las plantas criptógamas, especialmente las pteridófitas, tenía cavidades de esporas en las puntas de las alas y crecía evidentemente de un tallo o de un gametófito.

Pero darle un nombre concreto en aquella fase era una pura ‘locura. Parecía un radiado, pero evidentemente era algo más. Era vegetal en parte, pero poseía tres cuartas partes de las características esenciales de la estructura animal. Su contorno simétrico y ciertas otras características indicaban claramente un origen marino, pero no se podía determinar con exactitud el limite de sus posteriores adaptaciones. Las alas, después de todo, sugerían constantemente que se trataba de un ser volador. Cómo pudo sufrir una evolución tan tremendamente compleja en una tierra recién nacida a tiempo de dejar huellas en rocas arcaicas resultaba tan inconcebible que llevó a Lake a recordar los mitos primigenios de aquellos «Ancianos» que bajaron de las estrellas y crearon la vida en la tierra por travesura o por error, y las caprichosas consejas acerca de unos seres cósmicos, que, llegados del exterior, habitaron las montañas, contadas por un colega folklorista del Departamento de literatura inglesa de la Universidad de Miskatonic.

Naturalmente, consideró la posibilidad de que las huellas precámbricas se debieran a un antepasado menos evolucionado de los actuales ejemplares, pero descartó rápidamente esta teoría demasiado sencilla cuando consideró las avanzadas características estructurales de los fósiles más antiguos. Si algo mostraban los más modernos era decadencia, más que una mayor evolución. El tamaño de las pseudopatas había disminuido y toda la morfología parecía más primitiva y simplificada. Además, los órganos y

nervios recién examinados sugerían un peregrino proceso de regresión a partir de formas todavía más complejas. En total, poco se podía decir que había quedado resuelto. Lake volvió a la mitología en busca de un nombre provisional, y denominó jocosamente «Los Primordiales» a los seres que había encontrado.

A eso de las dos y media de la madrugada, luego de decidir dejar para el día siguiente la continuación de su trabajo y tratar de tener algún descanso, cubrió el disecado organismo con un lienzo embreado, salió de la tienda-laboratorio y estudió los ejemplares intactos con renovado interés. El incesante sol antártico había comenzado a reblandecer ligeramente sus tejidos, de modo que las puntas de la cabeza y los tubos de dos o tres de ellos mostraban señales de desplegarse, aunque Lake pensó que no había peligro de corrupción inmediata en aquel ambiente a menos de cero grados. Pero si juntó todos los ejemplares no di-secados y los cubrió con la lona de una tienda de repuesto para protegerlos de los rayos solares directos. Eso contribuiría también a que los posibles efluvios no llegaran hasta los perros, cuyo hostil desasosiego estaba empezando a convertirse en problema incluso a la considerable distancia a que se hallaban, al otro ‘lado de una cerca de nieve que un equipo reforzado de hombres estaba apresurándose a ‘alzar en torno a la improvisada perrera. Tuvo que sujetar las esquinas de la lona con grandes bloques de nieve prensada para que no se moviera a pesar del vendaval que se estaba levantando, pues las titánicas montañas parecían prepararse a lanzar bocanadas de viento enormemente fuertes. Revivieron los temores a los temporales antárticos, y bajo la supervisión de Atwood se tomaron precauciones para resguardar con nieve las tiendas, el nuevo cercado de los perros y los toscos cobertizos de los aeroplanos al socaire de las montañas. Estos cobertizos, que habían comenzado a levantar en momentos perdidos con bloques de nieve endurecida, no tenían ni con mucho la debida altura, y Lake acabó por apartar a todos los hombres de otras tareas y ponerlos a trabajar en las defensas.

Eran las cuatro pasadas cuando Lake se dispuso a dejar de transmitir y nos aconsejó que nos retiráramos a descansar, como lo harían él y su gente tan pronto como ‘las defensas fueran un poco más altas. Mantuvo una conversación amistosa con Pabodie a través del aire, y reiteró su alabanza de las maravillosas barrenas que le habían ayudado a hacer el descubrimiento. Atwood también transmitió saludos y elogios. Yo felicité a Lake efusivamente y reconocí que tuvo razón al insistir en ‘hacer la excursión hacia el Oeste, y, finalmente, todos acordamos ponernos al habla por radio a las diez de la mañana siguiente si la tempestad había amainado; Lake enviaría un aeroplano para recoger al grupo de mi base. Justo antes de acostarme envié un mensaje final al Arkham con instrucciones de que rebajaran el tono de las noti

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16 de Octubre 2005

El Monte de las Animas - Gustavo Adolfo Becquer

La Noche de Difuntos, me despertó a no sé qué hora el doble de las campanas. Su tañido monótono y eterno me trajo a las mientes esta tradición que oí hace poco en Soria.

Intenté dormir de nuevo. ¡Imposible! Una vez aguijoneada la imaginación es un caballo que se desboca y al que no sirve tirarlo de la rienda. Por pasar el rato, me decidí a escribirla, como en efecto lo hice.

A las doce de la mañana, después de almorzar bien, y con un cigarro en la boca, no le hará mucho efecto a los lectores de El Contemporáneo. Yo la oí en el mismo lugar en que acaeció, y la he escrito volviendo algunas veces la cabeza con miedo cuando sentía crujir los cristales de mi balcón, estremecidos por el aire de la noche.

Sea de ello lo que quiera, allá va, como el caballo de copas.

I

—Atad los perros, haced la señal con las trompas para que se reúnan los cazadores y demos la vuelta a la ciudad. La noche se acerca, es día de Todos los Santos y estamos en el Monte de las Animas.

—¡Tan pronto!

—A ser otro día, no dejara yo de concluir con ese rebaño de lobos que las nieves del Moncayo han arrojado de sus madrigueras, pero hoy es imposible. Dentro de poco sonará la oración en los Templarios, y las ánimas de los difuntos comenzarán a tañer su campana en la capilla del monte.

—¡En esa capilla ruinosa! ¡Bah! ¿Quieres asustarme?

—No, hermosa prima. Tú ignoras cuanto sucede en este país, porque aún no hace un año que has venido a él desde muy lejos. Refrena tu yegua, yo también pondré la mía al paso, y mientras dure el camino te contaré esa historia.
Los pajes se reunieron en alegres y bulliciosos grupos. Los condes de Borges y de Alcudiel montaron en sus magníficos caballos, y todos juntos siguieron a sus hijos Beatriz y Alonso, que precedían a la comitiva a bastante distancia. Mientras duraba el camino, Alonso narró en estos términos la prometida historia:

—Ese monte que hoy llaman de las Animas pertenecía a los Templarios, cuyo convento ves allí, a la margen del río. Los Templarios eran guerreros y religiosos a la vez. Conquistada Soria a los árabes, el rey los hizo venir de lejanas tierras para defender la ciudad por la parte del puente, haciendo en ello notable agravio a sus nobles de Castilla, que así hubieran solos sabido defenderla corno solos la conquistaron. Entre los caballeros de la nueva y poderosa Orden y los hidalgos de la ciudad fermentó por algunos años, y estalló al fin, un odio profundo. Los primeros tenían acotado ese monte, donde reservaban caza abundante para satisfacer sus necesidades y contribuir a sus placeres. Los segundos determinaron organizar una gran batida en el coto, a pesar de las severas prohibiciones de los clérigos con espuelas, como llamaban a sus enemigos. Cundió la voz del reto, y nada fue a parte a detener a los unos en su manía de cazar y a los otros en su empeño de estorbarlo. La proyectada expedición se llevó a cabo. No se acordaron de ella las fieras. Antes la tendrían presente tantas madres como arrastraron sendos lutos por sus hijos. Aquello no fue una cacería. Fue una batalla espantosa: el monte quedó sembrado de cadáveres. Los lobos, a quienes se quiso exterminar, tuvieron un sangriento festín. Por último, intervino la autoridad del rey: el monte, maldita ocasión de tantas desgracias, se declaró abandonado, y la capilla de los religiosos, situada en el mismo monte, y en cuyo atrio se enterraron juntos amigos y enemigos, comenzó a arruinarse. Desde entonces dicen que cuando llega la noche de Difuntos se oye doblar sola la campana de la capilla, y que las ánimas de los muertos, envueltas en jirones de sus sudarios, corren como en una cacería fantástica por entre las breñas y los zarzales. Los ciervos braman espantados, los lobos aúllan, las culebras dan horrorosos silbidos. Y al otro día se han visto impresas en la nieve las huellas de los descarnados pies de los esqueletos. Por eso en Soria lo llamamos el Monte de las Animas, y por eso he querido salir de él antes que cierre la noche.

La relación de Alonso concluyó justamente cuando los dos jóvenes llegaban al extremo del puente que da paso a la ciudad por aquel lado. Allí esperaron al resto de la comitiva, la cual, después de incorporársele los dos jinetes, se perdió por entre las estrechas y oscuras calles de Soria.

II

Los servidores acababan de levantar los manteles; la alta chimenea gótica del palacio de los condes de Alcudiel despedía un vivo resplandor, iluminando algunos grupos de damas y caballeros que alrededor de la lumbre conversaban familiarmente, y el viento azotaba los emplomados vidrios de las ojivas del salón.

Solas dos personas parecían ajenas a la conversación general: Beatriz y Alonso. Beatriz seguía con los ojos, y absorta en un vago pensamiento, los caprichos de la llama. Alonso miraba el reflejo de la hoguera chispear en las azules pupilas de Beatriz.

Ambos guardaban hacía rato un profundo silencio.

Las dueñas referían, a propósito de la noche de Difuntos, cuentos temerosos, en que los espectros y los aparecidos representaban el principal papel; y las campanas de las iglesias de Soria doblaban a lo lejos con un tañido monótono y triste.

—Hermosa prima exclamó, al fin, Alonso, rompiendo el largo silencio en que se encontraban, Pronto vamos a separarnos, tal vez para siempre; las áridas llanuras de Castilla, sus costumbres toscas y guerreras, sus hábitos sencillos y patriarcales, sé que no te gustan; te he oído suspirar varias veces, acaso por algún galán de tu lejano señorío.

Beatriz hizo un gesto de fría indiferencia: todo un carácter de mujer se reveló en aquella desdeñosa contracción de sus delgados labios.

—Tal vez por la pompa de la Corte francesa, donde hasta aquí has vivido se apresuró a añadir el joven. De un modo o de otro, presiento que no tardaré en perderte... Al separarnos, quisiera que llevases una memoria mía... ¿Te acuerdas cuando fuimos al templo a dar gracias a Dios por haberte devuelto la salud que viniste a buscar a esta tierra? El joyel que sujetaba la pluma de mi gorra cautivó tu atención. ¡Qué hermoso estaría sujetando un velo sobre tu oscura cabellera! Ya ha prendido el de una desposada; mi padre se lo regaló a la que me dio el ser, y ella lo llevó al altar... ¿Lo quieres?

—No sé en el tuyo contestó la hermosa, pero en mi país una prenda recibida compromete una voluntad. Sólo en un día de ceremonia debe aceptarse un presente de manos de un deudo..., que aún puede ir a Roma sin volver con las manos vacías.

El acento helado con que Beatriz pronunció estas palabras turbó un momento al joven que, después de serenarse, dijo con tristeza:

—Lo sé, prima; pero hoy se celebran Todos los Santos y el tuyo entre todos; hoy es día de ceremonias y presentes. ¿Quieres aceptar el mío?
Beatriz se mordió ligeramente los labios y extendió la mano para tomar la joya, sin añadir una palabra.

Los dos jóvenes volvieron a quedarse en silencio, y volvióse a oír la cascada voz de las viejas que hablaban de brujas y de trasgos, y el zumbido del aire que hacía crujir los vidrios de las ojivas, y el triste y monótono doblar de las campanas.

Al cabo de algunos minutos, el interrumpido diálogo tornó a reanudarse de este modo:

—Y antes que concluya el día de Todos los Santos en que así como el tuyo se celebra el mío, y puedes, sin atar tu voluntad, dejarme un recuerdo, ¿no lo harás? —dijo él, clavando una mirada en la de su prima, que brilló como un relámpago, iluminada por un pensamiento diabólico:

—¿Por qué no? —exclamó ésta, llevándose la mano al hombro derecho, como para buscar alguna cosa entre los pliegues de su ancha manga de terciopelo bordado de oro, y después, con una infantil expresión de sentimiento, añadió:

—¿Te acuerdas de la banda azul que llevé hoy a la cacería, y que no sé qué emblema de su color me dijiste que era la divisa de tu alma?

—Si.

—¡Pues... se ha perdido! Se ha perdido, y pensaba dejártela como un recuerdo.

—¡Se ha perdido! ¿Y dónde? —preguntó Alonso, incorporándose de su asiento y con una indescriptible expresión de temor y esperanza.

—No sé... En el monte acaso.

—¡En el Monte de las Animas! —murmuró, palideciendo y dejándose caer sobre el sitial. ¡En el Monte de las Animas! —luego prosiguió, con voz entrecortada y sorda—: Tú lo sabes, porque lo habrás oído mil veces. En la ciudad, en toda Castilla, me llaman el rey de los cazadores. No habiendo aún podido probar mis fuerzas en los combates, como mis ascendientes, he llevado a esta diversión, imagen de la guerra, todos los bríos de mi juventud, todo el ardor hereditario de mi raza. La alfombra que pisan tus pies son despojos de fieras que he muerto por mi mano. Yo conozco sus guaridas y sus costumbres, y he combatido con ellas de día y de noche, a pie y a caballo, solo y en batida, y nadie dirá que me ha visto huir el peligro en ninguna ocasión. Otra noche volaría por esa banda, y volaría gozoso como a una fiesta; y, sin embargo, esta noche..., ¿a qué ocultártelo?, tengo miedo. ¿Oyes? Las campanas doblan, la oración ha sonado en San Juan del Duero, las ánimas del monte comenzarán ahora a levantar sus amarillentos cráneos de entre las malezas que cubren sus fosas... ¡Las ánimas!, cuya sola vista puede helar de terror la sangre del más valiente, tornar sus cabellos blancos o arrebatarlo en el torbellino de su fantástica carrera como una hoja que arrastra el viento sin que se sepa adónde.

Mientras el joven hablaba, una sonrisa imperceptible se dibujó en los labios de Beatriz, que, cuando hubo concluido, exclamó en un tono indiferente y mientras atizaba el fuego del hogar, donde saltaba y crujía la leña, arrojando chispas de mil colores.

—¡Oh! Eso, de ningún modo. ¡Qué locura! ¡Ir ahora al monte por semejante friolera! ¡Una noche tan oscura, noche de Difuntos y cuajado el camino de lobos!
Al decir esta última frase la recargó de un modo tan especial, que Alonso no pudo menos de comprender toda su amarga ironía; movido como por un resorte se puso en pie, se pasó la mano por la frente, como para arrancarse el miedo que estaba en su cabeza y no en su corazón, y con voz firme exclamó, dirigiéndose a la hermosa, que estaba aún inclinada sobre el hogar, entreteniéndose en revolver el fuego:

—Adiós, Beatriz, adiós, Hasta pronto.

—¡Alonso, Alonso! —dijo ésta, volviéndose con rapidez; pero cuando quiso o aparentó querer detenerlo, el joven había desaparecido.

A los pocos minutos se oyó el rumor de un caballo que se alejaba al galope. La hermosa, con una radiante expresión de orgullo satisfecho que coloreó sus mejillas, prestó oído a aquel rumor que se debilitaba, que se perdía, que se desvaneció por último.

Las viejas, en tanto, continuaban en sus cuentos de ánimas aparecidas; el aire zumbaba en los vidrios del balcón, y las campanas de la ciudad doblaban a lo lejos.

III

Había asado una hora, dos, tres; la medianoche estaba a punto de sonar, cuando Beatriz se retiró a su oratorio. Alonso no volvía, no volvía, y, a querer, en menos de una hora pudiera haberlo hecho.

—¡Habrá tenido miedo! —exclamó la joven, cerrando su libro de oraciones y encaminándose a su lecho, después de haber intentado inútilmente murmurar algunos de los rezos que la Iglesia consagra en el día de Difuntos a los que ya no existen.

Después de haber apagado la lámpara y cruzado las dobles cortinas de seda, se durmió; se durmió con un sueño inquieto, ligero, nervioso.

Las doce sonaron en el reloj del Postigo. Beatriz oyó entre sueños las vibraciones de las campanas, lentas, sordas, tristísimas, y entreabrió los ojos. Creía haber oído, a par de ellas, pronunciar su nombre; pero lejos, muy lejos, y por una voz ahogada y doliente. El viento gemía en los vidrios de la ventana.
—Será el viento —dijo—, y poniéndose la mano sobre su corazón procuró tranquilizarse.

Pero su corazón latía cada vez con más violencia, las puertas de alerce del oratorio habían crujido sobre sus goznes con chirrido agudo, prolongado y estridente.

Primero unas y luego las otras más cercanas, todas las puertas que daban paso a su habitación iban sonando por su orden; éstas con un ruido sordo y grave, y aquellas con un lamento largo y crispador. Después, un silencio; un silencio lleno de rumores extraños, el silencio de la medianoche; lejanos ladridos de perros, voces confusas, palabras ininteligibles; ecos de pasos que van y vienen, crujir de ropas que arrastran, suspiros que se ahogan, respiraciones fatigosas, que casi se siente, estremecimientos involuntarios que anuncian la presencia de algo que no se ve y cuya aproximación se nota, no obstante, en la oscuridad.
Beatriz, inmóvil, temblorosa, adelantó la cabeza fuera de las cortinas y escuchó un momento. Oía mil ruidos diversos; se pasaba la mano por la frente, tornaba a escuchar; nada, silencio.

Veía, con esa fosforescencia de la pupila en las crisis nerviosas, como bultos que se movían en todas las direcciones, y cuando dilatándolas las fijaba en un punto, nada; oscuridad de las sombras impenetrables.

—¡Bah! —exclamó, volviendo a recostar su hermosa cabeza sobre la almohada de raso azul del lecho. ¿Soy yo tan miedosa como esas pobres gentes cuyo corazón palpita de terror bajo una armadura al oír una conseja de aparecidos?
Y cerrando los ojos, intentó dormir...: pero en vano había hecho un esfuerzo sobre sí misma. Pronto volvió a incorporarse, más pálida, más inquieta, más aterrada. Ya no era una ilusión: las colgaduras de brocado de la puerta habían rozado al separarse, y unas pisadas lentas sonaban sobre la alfombra; el rumor de aquellas pisadas era sordo, casi imperceptible, pero continuado, y a su compás se oía crujir una cosa como madera o hueso. Y se acercaban, se acercaban, y se movió el reclinatorio que estaba a la orilla de su lecho. Beatriz lanzó un grito agudo, y rebujándose en la ropa que la cubría, escondió la cabeza y contuvo el aliento.

El aire azotaba los vidrios del balcón; el agua de la fuente lejana caía y caía con un rumor eterno y monótono; los ladridos de los perros se dilataban en las ráfagas de aire, y las campanas de la ciudad de Soria, unas cerca, y otras distantes, doblaban tristemente por las ánimas de los difuntos.
Así pasó una hora, dos, la noche, un siglo, porque la noche aquella pareció eterna a Beatriz. Al fin, despuntó la aurora. Vuelta de su temor entreabrió los ojos a los primeros rayos de la luz. Después de una noche de insomnio y de terrores, ¡es tan hermosa la luz clara y blanca del día! Separó las cortinas de seda del lecho, tendió una mirada serena a su alrededor, y ya se disponía a reírse de sus temores pasados, cuando de repente un sudor frío cubrió su cuerpo, sus ojos se desencajaron y una palidez mortal descoloró sus mejillas: sobre el reclinatorio había visto, sangrienta y desgarrada, la banda azul que fue a buscar Alonso.

Cuando sus servidores llegaron, despavoridos, a notificarle la muerte del primogénito de Alcudiel, que por la mañana había aparecido devorado por los lobos entre las malezas del Monte de las Animas, la encontraron inmóvil; asida con ambas manos a una de las columnas de ébano del lecho, desencajados los ojos, entreabierta la boca, blancos los labios, rígidos los miembros, muerta, ¡muerta de horror!

IV

Dicen que después de acaecido este suceso, un cazador extraviado que pasó la noche de Difuntos sin poder salir del Monte de las Animas, y que al otro día, antes de morir, pudo contar lo que viera, refirió cosas terribles. Entre otras, se asegura que vio a los esqueletos de los antiguos Templarios y de los nobles de Soria enterrados en el atrio de la capilla levantarse al punto de la oración con un estrépito horrible, y, caballeros sobre osamentas de corceles, perseguir como a una fiera a una mujer hermosa y pálida y desmelenada que, con los pies desnudos y sangrientos, y arrojando gritos de horror, daba vueltas alrededor de la tumba de Alonso.

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16 de Septiembre 2005

Espantos de Agosto - Gabriel García Marquez

Llegamos a Arezzo un poco antes del medio día, y perdimos más de dos horas buscando el castillo renacencista que el escritor venezolano Miguel Otero Silva había comprado en aquel recodo idílico de la campiña toscana. Era un domingo de principios de agosto, ardiente y bullicioso, y no era fácil encontrar a alguien que supiera algo en las calles abarrotadas de turistas. Al cabo de muchas tentativas inútiles volvimos al automóvil, abandonamos la ciudad por un sendero de cipreses sin indicaciones viales, y una vieja pastora de gansos nos indicó con precisión dónde estaba el castillo. Antes de despedirse nos preguntó si pensábamos dormir allí, y le contestamos, como lo teníamos previsto, que sólo íbamos a almorzar.

—Menos mal —dijo ella— porque en esa casa espantan.

Mi esposa y yo, que no creemos en aparecidos del medio día, nos burlamos de su credulidad. Pero nuestros dos hijos, de nueve y siete años, se pusieron dichosos con la idea de conocer un fantasma de cuerpo presente.

Miguel Otero Silva, que además de buen escritor era un anfitrión espléndido y un comedor refinado, nos esperaba con un almuerzo de nunca olvidar. Como se nos había hecho tarde no tuvimos tiempo de conocer el interior del castillo antes de sentarnos a la mesa, pero su aspecto desde fuera no tenía nada de pavoroso, y cualquier inquietud se disipaba con la visión completa de la ciudad desde la terraza florida donde estábamos almorzando. Era difícil creer que en aquella colina de casas encaramadas, donde apenas cabían noventa mil personas, hubieran nacido tantos hombres de genio perdurable. Sin embargo, Miguel Otero Silva nos dijo con su humor caribe que ninguno de tantos era el más insigne de Arezzo.

—El más grande —sentenció— fue Ludovico.

Así, sin apellidos: Ludovico, el gran señor de las artes y de la guerra, que había construido aquel castillo de su desgracia, y de quien Miguel nos habló durante todo el almuerzo. Nos habló de su poder inmenso, de su amor contrariado y de su muerte espantosa. Nos contó cómo fue que en un instante de locura del corazón había apuñalado a su dama en el lecho donde acababan de amarse, y luego azuzó contra sí mismo a sus feroces perros de guerra que lo despedazaron a dentelladas. Nos aseguró, muy en serio, que a partir de la media noche el espectro de Ludovico deambulaba por la casa en tinieblas tratando de conseguir el sosiego en su purgatorio de amor.

El castillo, en realidad, era inmenso y sombrío. Pero a pleno día, con el estómago lleno y el corazón contento, el relato de Miguel no podía parecer sino una broma como tantas otras suyas para entretener a sus invitados. Los ochenta y dos cuartos que recorrimos sin asombro después de la siesta, habían padecido toda clase de mudanzas de sus dueños sucesivos. Miguel había restaurado por completo la planta baja y se había hecho construir un dormitorio moderno con suelos de mármol e instalaciones para sauna y cultura física, y la terraza de flores intensas donde habíamos almorzado. La segunda planta, que había sido la más usada en el curso de los siglos, era una sucesión de cuartos sin ningún carácter, con muebles de diferentes épocas abandonados a su suerte. Pero en la última se conservaba una habitación intacta por donde el tiempo se había olvidado de pasar. Era el dormitorio de Ludovico.

Fue un instante mágico. Allí estaba la cama de cortinas bordadas con hilos de oro, y el sobrecama de prodigios de pasamanería todavía acartonado por la sangre seca de la amante sacrificada. Estaba la chimenea con las cenizas heladas y el último leño convertido en piedra, el armario con sus armas bien cebadas, y el retrato al óleo del caballero pensativo en un marco de oro, pintado por alguno de los maestros florentinos que no tuvieron la fortuna de sobrevivir a su tiempo. Sin embargo, lo que más me impresionó fue el olor de fresas recientes que permanecía estancado sin explicación posible en el ámbito del dormitorio.

Los días del verano son largos y parsimoniosos en la Toscana, y el horizonte se mantiene en su sitio hasta las nueve de la noche. Cuando terminamos de conocer el castillo eran más de las cinco, pero Miguel insistió en llevarnos a ver los frescos de Piero della Francesca en la Iglesia de San Francisco, luego nos tomamos un café bien conversado bajo las pérgolas de la plaza, y cuando regresamos para recoger las maletas encontramos la cena servida. De modo que nos quedamos a cenar.

Mientras lo hacíamos, bajo un cielo malva con una sola estrella, los niños prendieron unas antorchas en la cocina, y se fueron a explorar las tinieblas en los pisos altos. Desde la mesa oíamos sus galopes de caballos cerreros por las escaleras, los lamentos de las puertas, los gritos felices llamando a Ludovico en los cuartos tenebrosos. Fue a ellos a quienes se les ocurrió la mala idea de quedarnos a dormir. Miguel Otero Silva los apoyó encantado, y nosotros no tuvimos el valor civil de decirles que no.

Al contrario de lo que yo temía, dormimos muy bien, mi esposa y yo en un dormitorio de la planta baja y mis hijos en el cuarto contiguo. Ambos habían sido modernizados y no tenían nada de tenebrosos. Mientras trataba de conseguir el sueño conté los doce toques insomnes del reloj de péndulo de la sala, y me acordé de la advertencia pavorosa de la pastora de gansos. Pero estábamos tan cansados que nos dormimos muy pronto, en un sueño denso y continuo, y desperté después de las siete con un sol espléndido entre las enredaderas de la ventana. A mi lado, mi esposa navegaba en el mas apacible de los inocentes. “Qué tontería – me dije –, que alguien siga creyendo en fantasmas por estos tiempos”. Sólo entonces me estremeció el olor de fresas recién cortadas, y vi la chimenea con las cenizas frías y el último leño convertido en piedra, y el retrato del caballero triste que nos miraba desde tres siglos antes en el marco de oro. Pues no estábamos en la alcoba de la planta baja donde nos habíamos acostado la noche anterior, sino en el dormitorio de Ludovico, bajo la cornisa y las cortinas polvorientas y las sábanas empapadas de sangre todavía caliente de su cama maldita.

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15 de Julio 2005

La hermandad negra - H.P. Lovecraft

I

Por la noche, las calles de cualquiera de las ciudades de la Costa Este proporcionan al paseante nocturno visiones de lo extraño y lo terrible, de lo macabro y de lo insólito: al amparo de la oscuridad, salen de las rendijas y grietas, de las buhardillas y callejones de la ciudad aquellos seres humanos que, por razones tenebrosas y remotas, se guarecen durante el día en sus grises nichos. Ellos son los deformes, los solitarios, los enfermos, los ancianos, los perseguidos, y esas almas perdidas que están siempre buscándose a sí mismas bajo el manto de la noche, que les es más beneficioso de lo que jamás puede serlo para ellos la fría luz del día. Son los heridos por la vida, los mutilados, hombres y mujeres que nunca se han recuperado de los traumas de la niñez, o que han buscado experiencias no permitidas al hombre. En cualquier lugar en que la sociedad humana se ha concentrado por un período de tiempo considerable, allí están ellos, aunque sólo se les ve surgir en las horas de oscuridad, como mariposas nocturnas que se mueven en los alrededores de sus guaridas por breves horas antes de huir de nuevo cuando surge la luz del sol.

Como había sido un niño solitario al que dejaban hacer lo que le daba la gana, debido a mi persistente falta de salud, desarrollé muy pronto el hábito de deambular por las noches, al principio sólo en la calle Angell y la vecindad donde viví durante mi niñez, y luego, poco a poco, en un círculo más amplio de mi nativa Providence. Durante el día, si lo permitía mi salud, paseaba por el río Seekonk desde la ciudad hasta el campo abierto, o cuando me encontraba fuerte, jugaba con unos compañeros escrupulosamente elegidos en una «casa-club» edificada en una zona boscosa no muy lejos de la ciudad. También me gustaba leer, y pasaba largas horas en la copiosa biblioteca de mi abuelo. Leía sin discriminación, y por lo tanto asimilaba una gran variedad de conocimientos, desde las filosofías griegas hasta la historia de la monarquía inglesa, de los secretos de la antigua alquimia a los experimentos de Niels Bohr, de la ciencia de los papiros egipcios a los estudios regionales de Thomas Hardy. Mi abuelo era muy católico en sus gustos en materia de libros: desdeñaba la especialización, y de todo lo que compraba sólo conservaba lo que, según él, era bueno; esto representaba, en el conjunto de sus lecturas, una variedad inaudita y a menudo desconcertante.

Pero la ciudad nocturna superaba todo lo demás; caminar era lo que prefería a cualquier otra cosa, y salía por las noches, durante los años de mi niñez y los de mi adolescencia, en el curso de los cuales procuré -pues las enfermedades esporádicas impedían mi asistencia al colegio- bastarme a mí mismo y me volví más y más solitario. No podría decir ahora qué es lo que buscaba con tanta insistencia en la ciudad durante la noche, qué me atraía de las calles mal iluminadas, por qué merodeaba por la calle Benefit y los alrededores sombríos de la calle Poe, casi desconocidas en la extensa Providence, qué esperaba ver en las caras furtivas de otros paseantes nocturnos que se deslizaban y escabullían por las oscuras calles y pasajes de la ciudad. Quizá fuese para escapar a las más intensas realidades del día, lleno de insaciable curiosidad acerca de los secretos de la vida de la ciudad que sólo la noche podía descubrir. Cuando por fin finalicé mis estudios de secundaria, se esperaba que me dedicaría a otros menesteres. Pero no fue así. Mi salud era demasiado precaria para garantizarme la matrícula en la Universidad de Brown, adonde me habría gustado ir para continuar mis estudios. Esta restricción sirvió sólo para incrementar mis ocupaciones solitarias: dupliqué mis horas de lectura y aumentó el tiempo durante el que paseaba por las noches, con la compensación de dormir durante las horas del día. Sin embargo, me las arreglaba para llevar una existencia normal; no abandoné a mi madre viuda, ni a mis tías, con quienes vivíamos. Mis compañeros de juventud se habían alejado de mí, pero me encontré con Rose Dexter, descendiente de las primeras familias inglesas que se instalaron en Providence, de ojos negros, de proporciones singularmente atractivas y de facciones de gran belleza. a quien persuadí para que compartiese mis paseos nocturnos.

Con ella continué la exploración de la Providence nocturna, con un nuevo aliciente: el ansia de enseñar a Rose todo aquello que yo ya había descubierto en mis paseos por la ciudad. Al principio nos encontrábamos en el viejo Ateneo, y continuamos encontrándonos allí cada tarde, y desde sus portales nos introducíamos en la noche de la ciudad. Lo que para ella empezó como una ocurrencia del momento, pronto se convirtió en un hábito. Demostraba tanto deseo como yo por conocer los ocultos pasajes, y los caminos no utilizados desde hacía ya muchos años, y se sintió pronto como en su casa en medio de la ciudad nocturna, al igual que yo. Tampoco le gustaban las charlas intranscendentes, con lo que queda demostrado hasta qué punto nos complementábamos.

Durante algunos meses habíamos estado explorando Providence en esta forma, cuando una noche, en la calle Benefit, un hombre con una capa hasta la rodilla, sobre una ropa raída y arrugada, se acercó a nosotros. Le había visto antes al doblar la esquina: estaba a poca distancia de nosotros, detenido en la acera, y le observé al pasar delante de él. Me chocó, porque su cara de ojos negros y bigote, y el indomable pelo en la cabeza sin cubrir, me resultaron familiares. Además, al pasar, hizo intención de seguimos. Por fin nos alcanzó, me tocó en el hombro y habló conmigo.

-Señor -dijo-, ¿podría decirme cómo se va al cementerio donde estuvo Poe?

Se lo expliqué y después, movido por un repentino impulso, le sugerí que podíamos acompañarle adonde deseaba ir. Antes de que me diera cuenta plenamente de lo que había pasado, íbamos los tres caminando juntos. Observé en seguida con qué aire escrutador aquel individuo examinaba a mi compañera. Sin embargo, cualquier resentimiento que pudiese surgir en mí estaba descartado porque reconocía que el interés de ese extraño era inofensivo: resultaba más frío y crítico que pasional. También aproveché la ocasión para examinarle lo más atentamente posible, en los momentos fugaces en que la luz de las calles alumbraba el camino por el cual pasábamos, y me inquietaba cada vez más la certidumbre de que le conocía o le había conocido alguna vez.

Vestía totalmente de negro, excepto la camisa blanca y una ligera corbata de Windsor. Su ropa estaba muy arrugada, como si la hubiese llevado mucho tiempo Sin haberse ocupado de ella, pero a primera vista no estaba sucia. Tenía la frente amplia, casi abovedada; bajo ella miraban con cierta obsesión sus oscuros ojos y el rostro se estrechaba hasta acabar en una pequeña y tiesa barbilla. Llevaba el pelo más largo de como se estilaba entre las gentes de mi edad, y sin embargo parecía pertenecer a esa misma generación; no aparentaba ser más de cinco años mayor que yo. Pero definitivamente, su vestimenta no era la de mi generación; aunque su aspecto era nuevo, parecía cortada con un patrón de una generación anterior.

-¿Es usted forastero en Providence? -le pregunté.

-Estoy de paso -dijo en seguida.

-¿Se interesa usted por Poe?

Asintió.

-¿Qué sabe de él? -le pregunté.

-Muy poco -dijo-. ¿Podría usted contarme algo sobre él?

No hacía falta que me lo dijese dos veces. En seguida le solté un apunte biográfico del padre de las historias de detectives y maestro de los cuentos macabros, cuyas obras yo admiraba desde hacía mucho tiempo. Cité simplemente su romance con la señora Sara Helen Whitman, pues se refería a Providence y a la visita con la señora Whitman al cementerio al que nos dirigíamos. Pude observar que escuchaba con atención extasiada, y parecía estar grabando en su mente todo cuanto le decía. Pero no podía deducir de su rostro inexpresivo si lo que le con taba le agradaba o le desagradaba, ni qué interés podría tener en ello.

Por su parte, Rose era consciente de la atracción que provocaba, pero no se sentía avergonzada, quizá porque intuía que era debida a un interés distinto del amor. Sólo en el momento de preguntarle ella cómo se llamaba me di cuenta de que ignorábamos su nombre. Nos dio el de «señor Allan». Al oírlo, Rose sonrió casi imperceptiblemente; observé su sonrisa mientras paseábamos bajo una farola de la calle.

Una vez que supo nuestros nombres, nuestro acompañante no parecía interesado en nada más, y silenciosamente llegamos por fin al cementerio. Pensé que el señor Allan entraría, pero no tenía ese propósito; sólo pretendía localizarlo para poder volver de día. Era una sensata conclusión: para mí tenía atractivo a aquellas horas por haberlo pateado a menudo de noche, pero ofrecía poco encanto a un extraño, incapaz de ver nada en plena oscuridad.

Nos despedimos en la entrada, y Rose y yo continuamos.

-He visto a ese hombre antes en algún sitio -le dije a Rose cuando nos habíamos alejado lo suficiente para que no pudiera oírnos-. Pero no logro recordar dónde. Quizá en la biblioteca.

-Debe de haber sido en la biblioteca -contestó Rose con aquella risa quebrada tan frecuente en ella-. En un retrato de la pared.

-¡Vamos! ¿Qué dices? -grité.

-¡Pero si estoy segura de que te diste cuenta del parecido, Arthur! -dijo-. Incluso de su nombre. Se parece a Edgar Allan Poe.

En efecto, se parecía. En cuanto Rose lo dijo me di cuenta de la gran semejanza, incluso en su ropa, y en seguida califiqué al señor Allan de inofensivo idólatra de Poe. Un hombre tan obsesionado con su ídolo que iba a su estilo, incluso con una ropa pasada de moda. ¡Otro de los extraños ejemplares de la raza humana que callejeaban de noche por la ciudad!

-Bien, es el tipo más extraño que hemos encontrado desde que empezamos nuestros paseos -dije.

Su mano apretó mi brazo.

-Arthur, ¿no sentiste algo, algo extraño que emanaba de él?

-Bueno, supongo que algo «extraño» trasluce de todos nosotros, los que buscamos la oscuridad -dije-. En cierto modo, tendemos a crear nuestra propia realidad.

Pero mientras le contestaba, me daba cuenta de lo que quería decirme. Ya no había necesidad de la aclaración que buscaba ella afanosamente en las palabras de explicación que pronunció a continuación. Sí, había algo extraño en el señor Allan, y lo que había era una profunda falsedad. Se notaba, ahora lo veía claro y lo aceptaba, en un buen número de cosas triviales, pero particularmente en la falta de expresión de sus facciones. Su forma de hablar, a pesar de haber sido poco locuaz, no tenía entonación, era casi mecánica. No había sonreído, ni se había alterado la expresión de su rostro. Había hablado con una precisión que sugería un distanciamiento de la mayoría de los hombres. Incluso el interés manifiesto que mostraba por Rose era más clínico que admirativo. Al tiempo que se despertaba mi curiosidad, creció en mí una bocanada de aprensión. Preferí llevar el tema de nuestra conversación por otros derroteros y acompañé a Rose a su casa.

II

Era inevitable, sospecho, que me encontrase de nuevo con el señor Allan. Ocurrió dos noches después, no lejos de la puerta de mi casa. Quizá resulte absurdo, pero no pude evitar el pensamiento de que estaba esperándome, que su ansiedad por encontrarse conmigo era tan grande como la mía.

Le saludé jovialmente, como a un compañero nocturno más, y me di cuenta en seguida de que, aunque su voz remedaba mi propia jovialidad, ningún trazo de emoción asomaba a su rostro; permanecía absolutamente impasible, hierático, como diría un escritor romántico. Ni un atisbo de sonrisa aparecía en su rostro, ni había ningún reflejo en sus brillantes ojos negros. Y ahora, como me habían sugerido, pude apreciar que el parecido con Poe era asombroso, tanto que de haberme dicho el señor Allan que era descendiente de Poe, le habría creído sin dudarlo.

Pensé que se trataba de una, curiosa coincidencia, y nada más. El señor Allan no hizo en esta ocasión ninguna mención de Poe o de nada relacionado con Providence. Parecía, era evidente, más interesado en escucharme que en hablar. Se mostraba tan singularmente hermético como si de hecho no nos hubiésemos visto antes. Pero tal vez buscaba algún terreno común, pues en cuanto mencioné que colaboraba con artículos semanales relacionados con la astronomía en el Journal de Providence, empezó a tomar parte en la conversación; lo que había sido durante algunas manzanas un monólogo, se convirtió en diálogo.

Pronto me di cuenta de que el señor Allan no era un novato en cuestiones astronómicas. Escuchaba ansiosamente mis puntos de vista, pero él mantenía los suyos, diferentes a los míos y a veces muy discutibles. No se mostró remiso en manifestar que no sólo era posible un viaje interplanetario, sino que innumerables estrellas, no sólo planetas de nuestro sistema solar, estaban habitadas.

-¿Por seres humanos? -pregunté incrédulamente.

-¿Por qué tendrían que ser seres humanos? -replicó-. La vida es única, no el hombre. Incluso aquí, en este planeta, la vida toma muchas formas.

Le pregunté si había leído las obras de Charles Fort.

No lo había hecho. No sabía nada de él, y al pedírmelo, le expliqué algunas de las teorías de Fort, así como los hechos que aducía para apoyar estas teorías. Vi que de cuando en cuando, mientras caminábamos, la cabeza de mi acompañante se balanceaba, aunque su cara permanecía inexpresiva; era como si estuviese de acuerdo. Y en una ocasión llegó a exclamar.

-Sí, así es. Lo que él dice es así.

Fue al hablar yo de objetos voladores no identificados vistos cerca de Japón durante la última mitad del siglo diecinueve.

-¿Cómo puede afirmar eso? -interrogué.

Se lanzó a una extensa perorata, que podía resumirse así: en el terreno de la astronomía, todo científico que estuviera al día tenía la certeza de que no había vida solamente en la tierra. Por tanto, al igual que se podían concebir cuerpos celestes con formas de vida inferiores a la nuestra, otros podrían dar cabida a formas superiores. Si se aceptaba esta premisa, era perfectamente lógico que los viajes interplanetarios no tuvieran misterios para esas formas superiores y pudiesen, tras décadas de observación, familiarizarse con la Tierra y sus habitantes, así como con los demás planetas hermanos.

-¿Con qué propósito? -le pregunté-. ¿Para hacer la guerra? ¿Para invadirnos?

-Un modo de vida tan desarrollado no tendría necesidad de emplear tales métodos primitivos -señaló-. Nos vigilan, al igual que nosotros vigilamos la luna y escuchamos las señales de radio de los planetas. Nosotros estamos aún en las primeras etapas de la comunicación interplanetaria, y no digamos de los viajes espaciales, mientras que otras razas en estrellas remotas hace mucho que han superado ambas cosas.

-¿Cómo puede hablar con tanta seguridad? -le pregunté entonces.

-Porque estoy convencido de ello. Seguramente habrá conocido a gente que ha llegado a conclusiones similares.

Admití que así era.

-¿Se considera usted un hombre sin prejuicios por lo que respecta al tema?

Admití esto también.

-¿Tanto es así que examinaría ciertas pruebas si le fueran presentadas?

-Ciertamente -repliqué, aunque no debió pasarle inadvertido mi escepticismo.

-Eso está bien -dijo-. Si nos permite a mí y a mis hermanos ir a su casa de la calle Angell, puede ser que le convenzamos de que hay vida en el espacio. No con forma humana, pero vida. Vida de unos seres poseedores de una inteligencia muy superior a la de los hombres más inteligentes.

Me resultaba cómica la magnitud de sus aseveraciones y de sus creencias, pero no lo demostré en ningún momento. Su confidencia me hizo pensar otra vez en el cúmulo de personajes que pueden encontrarse entre los paseantes nocturnos de Providence. El señor Allan era un obseso de sus inauditas convicciones y como todos los obsesos ansiaba hacer proselitismo, convertir a la gente.

-Cuando quiera -dije como invitación-. Cuanto más tarde mejor, para dar tiempo a que mi madre se acueste. Los experimentos no le hacen gracia.

-¿Digamos el próximo lunes por la noche?

-De acuerdo.

A partir de ese momento, mi acompañante no volvió a hablar del tema. Apenas se refirió a otras cuestiones, y de hecho me tocó a mí hablar todo el rato. Evidentemente se aburría; no habíamos recorrido tres manzanas cuando llegamos a un callejón y allí el señor Allan se despidió de mí bruscamente, se volvió hacia el callejón y se lo tragó la oscuridad.

¿Estaría su casa al final del callejón?, pensé. De no ser así, tendría que salir inevitablemente por el otro extremo. Impulsivamente corrí alrededor de la manzana y me puse a esperar en una calle paralela, en las sombras. Desde allí podía observar la entrada del callejón sin ser visto.

El señor Allan salió tranquilamente del callejón antes de que me diera tiempo a recobrar la respiración. Esperaba que continuase a través del callejón, pero no fue así; bajó por la calle, y acelerando un poco el paso, continuó su camino. Movido por la curiosidad, le seguí, procurando mantenerme oculto. Pero el señor Allan nunca se volvió a mirar. Con la mirada fija delante de él, no le vi dirigir la vista ni una sola vez siquiera a derecha o izquierda. Se dirigía claramente a un sitio determinado que sólo podía ser su casa, pues ya era más de medianoche.

Me fue fácil seguir a mi acompañante. Conocía bien estas calles, las conocía desde mi niñez. El señor Allan se dirigía al Seekonk, y mantuvo esta ruta, sin desviarse, hasta que llegó a una zona de Providence. Una vez allí, se dirigió hacia una casa hace ya tiempo deshabitada. Se introdujo en ella, y no le volví a ver. Aguardé un poco más, esperando ver alguna luz encenderse en la casa, pero no fue así, y llegué a la conclusión de que se había acostado.

Afortunadamente me había mantenido en las sombras, puesto que al parecer el señor Allan no se había acostado. Parecía que había pasado por la casa y rodeado la manzana entera, pues de repente le vi acercarse a la casa, en la dirección en que habíamos venido, y una vez más pasó por delante del lugar en que me ocultaba, y se introdujo en la casa, de nuevo sin encender ninguna luz.

Esta vez, ciertamente, se quedó dentro. Esperé unos cinco minutos, quizá más; entonces di media vuelta y me encaminé hacia mi casa de la calle Angell, convencido de haber hecho lo mismo que el señor Allan la noche en que nos conocimos: me había seguido. Sí, había llegado a la conclusión de que nuestro encuentro esta noche no había sido fruto del azar, sino premeditado.

Sin embargo, algunas manzanas más allá, me sorprendí al ver que él, Allan, se acercaba en dirección a mí, procedente de la calle Benefit. Traté de explicarme cómo se las había arreglado para dejar la casa otra vez y dar un rodeo hasta conseguir caminar derecho hacia mí. Quise imaginar en vano la ruta que pudo haber tomado para lograrlo. El caso es que pasó a mi lado sin aparentar reconocerme.

Pero no cabía duda: era él. La misma semejanza con Poe le distinguía de cualquier otro caminante nocturno. Ahogué su nombre en mi boca y me volví para mirarle. En ningún momento volvió la cabeza, y caminó hacia adelante, dirigiéndose con paso seguro hacia el lugar que yo había dejado momentos antes. Le vi desaparecer mientras intentaba en vano, todavía, trazar en mi mente la ruta que tendría que haber tomado, en medio de los vericuetos y callejuelas tan familiares para mí, para hacer posible que me tropezase de nuevo con él cara a cara.

Vamos a ver: nos habíamos encontrado en la calle Angell, luego caminamos hacia Benefit y el norte, y nos volvimos hacia el río otra vez. Tenía que haber corrido mucho para poder dar la vuelta y regresar. ¿Y a que propósito obedecía seguir semejante ruta? Me dejó totalmente perplejo, especialmente porque ni siquiera había dado muestras de conocerme, como si fuésemos completamente extraños.

Pero si los acontecimientos de la noche me habían dejado tan confundido, más lo estaba aún al encontrarme con Rose en el Ateneo la noche siguiente. Me esperaba, y corrió hacia mí en cuanto me vio.

-¿Has visto al señor Allan? -me preguntó.

-Ayer por la noche -le respondí, y habría continuado con la explicación de los hechos de no haber vuelto a hablar ella.

-¡Yo también! Me acompañó desde la biblioteca a casa.

Me callé lo que iba a decir y le escuché. El señor Allan había estado esperando a que saliese de la biblioteca. La había saludado y le había preguntado si podía pasear con ella. Anduvieron durante una hora, pero sin hablar mucho. Lo poco que dijeron fue muy superficial: vaguedades referentes a las antigüedades de la ciudad, la arquitectura de algunas casas, y cuestiones similares, de interés para quien sintiera curiosidad por los aspectos históricos de Providence. Luego la acompañó a casa. Ella había estado con el señor Allan en un lugar de la ciudad a la vez que yo había estado con él en otro. Ninguno de nosotros teníamos la menor duda respecto a la identidad de nuestro acompañante.

-Le vi después de medianoche -dije.

Era parte de la verdad, pero no toda.

Esta extraordinaria coincidencia debía de tener alguna aplicación lógica, aunque no estaba dispuesto a discutirla con Rose, para que no se alarmase. El señor Allan había hablado de «sus hermanos»; entraba dentro de lo posible que el señor Allan tuviese un gemelo idéntico. Pero ¿qué explicación cabía para lo que obviamente resultaba decepcionante? Uno de nuestros acompañantes no era, no podía ser el mismo señor Allan con quien previamente habíamos paseado. Pero ¿cuál de ellos? Yo estaba seguro de que mi acompañante era el mismo señor Allan al que habíamos conocido dos noches antes.

Sin darle importancia, y en vista de las circunstancias, hice a Rose algunas preguntas en relación con la identidad de su acompañante, a ver si en algún momento de nuestro diálogo salía a relucir si era el mismo al que había visto yo. No dudaba en absoluto; estaba plenamente convencida de que su acompañante era el mismo hombre que había paseado con nosotros dos noches antes; pues al parecer incluso había hecho varias referencias al paseo nocturno anterior. No tenía motivos para dudar, y yo preferí callarme. Había un extraño misterio aquí: los hermanos tenían alguna razón oculta para interesarse por nosotros. Había una razón distinta a la de compartir nuestro interés por los paseantes de la ciudad y por los lugares desconocidos que se desvelan únicamente con el crepúsculo y se desvanecen otra vez, desapareciendo con el amanecer.

Sin embargo, mi compañero de la víspera se había citado conmigo, mientras que el de Rose, que yo supiera, no había planeado otro encuentro con ella. Pero ¿por qué había esperado a encontrarse con ella? Esta línea de investigación no era válida ante la evidencia de que ninguno de los seres con quienes me encontré anoche, después de haber dejado a mi compañero en su casa, podía haber acompañado a Rose, pues ella vivía muy lejos del lugar en que por última vez me crucé con el extraño individuo; no podía haber tenido tiempo de dejarla en la puerta de su casa y, simultáneamente, encontrarse conmigo casi al otro extremo de la ciudad. Una inquietante sensación comenzó a invadirme. ¿Eran quizá tres Allan -todos idénticos-, trillizos? ¿O cuatro? No, seguramente el segundo señor Allan que me encontré la noche anterior era el mismo con quien habíamos estado paseando hasta el cementerio dos noches antes. El que sí podía ser otro era el de mi tercer encuentro.

Por mucho que intentase pensar en ello, el rompecabezas continuaba sin resolverse. Aguardaba con cierto ánimo desafiante la cita del lunes por la noche con el señor Allan, para la que sólo faltaban dos días.

III

Aun así, no estaba bien preparado para la visita del señor Allan y sus hermanos en la noche del lunes siguiente. Llegaron a la diez y cuarto; mi madre acababa de subir a acostarse. Esperaba, como máximo, a tres personas. Eran siete. Y tan parecidos como los guisantes en una vaina, tanto que no era capaz de distinguir entre ellos al señor Allan con quien había paseado dos veces por las nocturnas calles de Providence, aunque deduje que era el que hablaba del grupo

Se encaminaron al salón, y el señor Allan inmediatamente se dispuso a colocar las sillas en semicírculo. Le ayudaban sus hermanos, mientras él murmuraba algo acerca de la «naturaleza del experimento». A decir verdad, yo estaba aún demasiado sorprendido e inquieto con la apariencia de los siete hombres idénticos, tan pasmosamente semejantes a Edgar Allan Poe, como para darme verdadera cuenta de lo que se decía. Pude observar también, a la luz de mi lámpara de gas Welsbach, que los siete eran de una complexión pálida, cerúlea, no hasta el punto de dudar que fuesen de carne y hueso como yo, pero sí para pensar que a todos les aquejaba algún tipo de enfermedad, anemia quizá, o que algún mal hereditario había dejado sus rostros carentes de color. Sus ojos eran muy negros y parecían mirar fijamente, aunque sin ver. Pero no se trataba de un defecto de percepción; era como si viesen gracias a un extrasentido invisible para mí. La sensación que experimenté no era predominantemente de miedo, sino de abrumadora curiosidad mezclada con una cada vez mayor intuición de algo extremadamente desconocido no sólo para mi experiencia, sino para mi propia existencia.

Pocas cosas reseñables habían sucedido hasta el momento entre nosotros. Pero en cuanto el semicírculo se completó, y mis visitantes se sentaron, el que llevaba la voz cantante me señaló una silla situada dentro del semicírculo y de cara a los hombres sentados.

-¿Quiere tomar asiento aquí, señor Phillips? -preguntó.

Hice lo que me indicaba y me encontré con que me había convertido en el centro de todas las miradas. Más que el objeto, el foco de sus miradas: los siete hombres no parecían mirarme a mí, sino mirar a través de mí.

-Nuestra intención, señor Phillips -dijo el que llevaba la voz cantante, a quien tomé por el caballero con quien me había encontrado en la calle Benefit- es producir en usted ciertas impresiones de vida extraterrestre. Todo lo que tiene que hacer es relajarse y ser receptivo.

-Estoy listo -dije.

Creí que iban a pedirme que amortiguase la intensidad de la luz, cuestión que forma parte integrante de este tipo de sesiones, pero no lo hicieron. Esperaron un rato en silencio, un silencio sólo roto por el tic-tac del reloj del hall y el alejado murmullo de la ciudad, y entonces comenzaron algo que sólo puedo describir como un cántico, un tarareo bajo, no desagradable, casi arrullador, que aumentaba en volumen y era interrumpido por sonidos que imaginé palabras aunque no podía distinguir ninguna. La canción que cantaban, y la forma en que cantaban, eran indescriptibles, extrañas; en clave menor, los intervalos de los tonos no se parecían a ningún sistema de música terrestre que pudiera serme familiar, aunque me parecía más oriental que occidental.

Tuve poco tiempo para percatarme de la música, pues pronto me sobrecogió una sensación de profundo malestar. Las caras de los siete hombres se tomaron difusas y se fundieron en un rostro borroso. Tuve la intolerable sensación de que me barría el paso de miles de años de tiempo. Llegué a la conclusión de que algún tipo de hipnosis era responsable de mi estado, pero me daba igual; la experiencia a la que me estaba sometiendo era totalmente nueva y no desagradable, aunque había en ella una nota discordante, como de algún mal acechando detrás de las relajantes sensaciones que se acumulaban y me arrastraban. Gradualmente, la lámpara, las paredes y los hombres que tenía delante se emborronaron y desvanecieron. Me daba cuenta de que todavía estaba en mi casa de la calle Angell, pero al mismo tiempo presentía que de alguna forma había sido trasladado a otros lugares, y empezó a manifestarse un sentimiento de alarma ante el desconocimiento de lo que me rodeaba, así como de repulsión y alienación. Era como si temiese la pérdida del conocimiento en un lugar extraño, sin medios para volver a la tierra, pues lo que presenciaba era una escena extraterrestre, de unas proporciones de grandeza y magnificencia incomprensibles para mí.

Vastas panorámicas del espacio se arremolinaban ante mí en una dimensión desconocida, y en el centro veía una colección de cubos gigantes, esparcidos en una ensenada de agitada radiación violeta. Entre ellos se movían otras figuras enormes, cambiantes, unos conos rugosos cuya talla alcanzaba los diez pies de altura y que reposaban sobre su base compuesta de un material semielástico, con escamas y bultos. De sus ápices salían cuatro miembros flexibles, cilíndricos, cada uno por lo menos de un pie de ancho, y de una sustancia similar, aunque más parecida a la carne, a la de los conos. Estos eran los supuestos cuerpos de los miembros que los coronaban. Según pude observar, tenían la capacidad de contraerse y dilatarse algunas veces hasta alcanzar una medida de largo similar a la altura del cono al que estaban adheridos. Dos de estos miembros tenían unas enormes garras en el extremo, mientras que un tercero llevaba una cresta de cuatro apéndices rojos con forma de trompeta, y el cuarto acababa en un globo amarillo de dos pies de diámetro, en medio del cual había tres enormes ojos, de un ópalo oscuro, que, dada su posición en el miembro elástico, podían volverse en cualquier dirección. Fue una escena que me causó gran fascinación, pero al mismo tiempo me inspiraba una repelencia atroz, dada la absoluta extrañeza y el aura de temibles descubrimientos que se desprendía de ella. Con mayor claridad y distinción, pude ver las figuras moverse: parecían atender a los grandes cubos; logré ver que sus extrañas cabezas estaban coronadas por cuatro grandes tallos grises con apéndices similares a unas flores y que, en su parte inferior, ostentaban ocho tentáculos sinuosos y elásticos, del color verde alga, constantemente agitados en un movimiento de serpentina. Esos tentáculos se dilataban y se contraían, se alargaban y se acortaban; azotaban de un lado a otro como si tuviesen una vida independiente de aquella que animaba a los conos, que parecían más perezosos. La escena estaba bañada en un descolorido resplandor rojo, como el de un sol moribundo que, habiendo perdido a su planeta, hubiese ocupado ahora el lugar de la radiación violeta de la ensenada.

Me causó un indescriptible impacto; era como si se me hubiese permitido mirar a otro mundo, un mundo increíblemente mayor que el nuestro, diferente al nuestro por distintos valores antipódicos y formas de vida, y lejos del nuestro en el tiempo y el espacio; y mientras miraba a este vasto mundo, me di cuenta -como si este conocimiento estuviera introduciéndose en mí por algún sistema psíquico- que contemplaba una raza destinada a morir, una raza que tenía que escapar de su planeta o morir. Espontáneamente, intuí la amenaza de un mal, y con un rápido y violento esfuerzo, me deshice del hechizo del cántico que me tenía apresado, exterioricé la excitación del miedo que me poseía, irrumpí en un grito de protesta y me levanté mientras la silla en que estaba sentado se caía hacia atrás estrepitosamente

De inmediato la escena que discurría ante mis ojos se desvaneció y la habitación volvió a enfocarse. Enfrente de mí estaban sentados mis visitantes, los siete caballeros parecidos a Poe, impasibles y silenciosos. los sonidos que habían emitido, el tararear y las extrañas palabras y ruidos tonales, habían cesado.

Me calmé y mi pulso se hizo más pausado.

-Lo que ha visto, señor Phillips, era una escena de otra estrella lejana -dijo el señor Allan-, muy alejada en el espacio. De hecho, pertenece a otro universo. ¿Le ha convencido?

-¡Basta ya! -grité.

No podía decir si mis visitantes se divertían o me despreciaban; no tenían expresión alguna, incluido su portavoz, que se limitó a inclinar la cabeza levemente y decir:

-Nos vamos, entonces, con su permiso.

Y silenciosamente, uno tras otro, desfilaron por la puerta que daba a la calle Angell.

Aquella experiencia me había dejado una impresión sumamente desagradable. No poseía pruebas de haber visto algo de otro planeta, pero podía atestiguar que había sido preso de una extraordinaria alucinación, indudablemente por influencia hipnótica.

¿Pero cuál era su razón de ser? Lo pensé mientras ordenaba el salón. No me era posible aducir ninguna razón sólida para demostrar lo que había presenciado. Era incapaz de negar que mis visitantes habían mostrado poseer facultades extraordinarias. Pero ¿con qué fin? Tenía que admitir que me confundía tanto la aparición de nada menos que siete hombres idénticos, como la experiencia alucinante que acababa de vivir. Quintillizos, era posible, sí, ¿pero alguien había oído hablar de siete gemelos? Tampoco eran usuales los nacimientos múltiples de niños idénticos. Y sin embargo había siete hombres poco más o menos de la misma edad e idénticos en apariencia, de cuya existencia no cabía la más mínima explicación.

Tampoco tenía ningún significado palpable la escena que había presenciado durante la demostración. De alguna forma había comprendido que los grandes cubos eran seres vivos y sensibles para quienes la radiación violeta era como la vida: me di cuenta de que las criaturas de los conos les servían en alguna forma, pero nada había descubierto que lo demostrase. La visión entera carecía de sentido: era una de esas escenas que podía haber sido creada por una imaginación altamente organizada, y telepáticamente dirigida a un sujeto que se prestase a ello, como, por ejemplo, yo mismo. Era ridículo demostrar así la existencia de vida extraterrestre; lo único que demostraba era que yo había sido víctima de una alucinación inducida. Pero, una vez más, se trataba de un círculo vicioso. Como alucinación, no tenía razón de ser.

Y sin embargo, esa noche no conseguí evitar una insistente inquietud que me atenazó durante largo tiempo, hasta que pude dormir.

IV

Lo raro es que mi malestar fue en aumento a medida que transcurría la mañana siguiente. Pese a estar acostumbrado a las curiosidades humanas, a los frecuentes e increíbles personajes y las extrañas cosas que encontraba en mis paseos nocturnos por Providence, las circunstancias que rodeaban al señor Allan y sus hermanos, todos tan parecidos a Poe, eran tan extraordinarias que no podía quitármelos de la mente.

Instintivamente, dejé mi trabajo esa tarde y me dirigí a la casa del callejón a orillas del Seekonk, dispuesto a enfrentarme con mi acompañante nocturno. Pero la casa, cuando llegué a ella, tenía aspecto de estar totalmente desierta; cortinas raídas colgaban por el antepecho de las ventanas y, en torno, todo era cenizas de abandono.

Sin embargo, llamé a la puerta y esperé.

No hubo respuesta. Llamé otra vez.

No parecía haber nadie dentro de la casa.

Arrastrado por la curiosidad, intenté abrir la puerta. Y se abrió nada más tocarla. Dudé aún, y miré a mi alrededor. No había nadie a la vista; por lo menos dos de las casas de la vecindad estaban desocupadas. Y si me estaban vigilando, yo no lo notaba.

Abrí la puerta y entré en la casa. Permanecí de pie durante un momento con mi espalda contra la puerta, para acostumbrarme a la oscuridad crepuscular que llenaba las habitaciones. Entonces anduve cautelosamente a través del pequeño vestíbulo hacia la habitación contigua, una salita llena de muebles tapizados por lo menos veinte años antes. Ni rastro de seres humanos, aunque existían indicios de que no hacía mucho alguien había andado por allí y había dejado huellas en el polvo visible del suelo sin alfombras. Crucé la habitación y entre en un pequeño comedor. Lo crucé también, y me encontré en una cocina. Al igual que el resto de las habitaciones tenía pocas trazas de haber sido utilizada, pues no había nada de comida, y la mesa parecía que no se había usado en años. Pero aquí también había un gran número de huellas que demostraban que la casa estaba habitada. Y la escalera demostraba asimismo un uso intenso.

Pero fue en la parte posterior de la casa donde descubrí lo que mayor desasosiego me produjo. Esta parte del edificio consistía en una gran habitación, aunque era evidente que antiguamente habían sido tres, pues en las paredes quedaban sin enfoscar los agujeros de los tabiques que las habían separado. Vi esto con el rabillo del ojo, pues lo que había en el centro de la habitación atraía poderosamente mi atención. Una luz violeta bañaba la habitación, un suave resplandor que emanaba de una especie de largo bloque introducido en un cristal, rodeado, junto a un segundo bloque, similar y apagado, de maquinaria de una clase que nunca había visto antes, excepto en mis sueños.

Entré cautelosamente en la habitación, alerta por si alguien interrumpía mi intromisión. Nadie ni nada se movió. Me acerqué más a la caja de cristal encendida de violeta. Había algo dentro de ella, aunque al principio no me percaté de esto, pues me fijé en que estaba sobre una reproducción de tamaño natural de Edgar Allan Poe, iluminada, como todo lo demás, por la misma luz violeta. No podía determinar su origen, excepto que estaba envuelta en una sustancia parecida al cristal que formaba el envase. Pero cuando finalmente me di cuenta de qué era lo que había encima de la reproducción de Poe, casi grité de miedo, pues era una miniatura, una exacta reproducción de uno de esos conos rugosos que sólo había visto ayer por la noche en la alucinación a la que había sido inducido en mi casa de la calle Angell. ¡Y el sinuoso movimiento de los tentáculos de su cabeza -o lo que yo creía que era su cabeza- evidenciaba indiscutiblemente que estaba vivo!

Me retiré rápidamente con una ojeada al otro envase para asegurarme de que estaba vacío y sin ocupar, aunque conectado por muchos tubos metálicos al otro que estaba paralelo a él; me fui rápidamente haciendo el menor ruido posible, pues estaba convencido que los hermanos de la noche dormían arriba y en mi confusión por esta inexplicable revelación que situaba mi alucinación de la noche anterior en otras coordenadas, no quería encontrarme con nadie. Me fui de la casa sigilosamente, aunque me pareció ver la sombra de una de esas caras tan parecidas a la de Poe en una de las ventanas superiores. Corrí a lo largo de las calles que unían el Seekonk con el río Providence, corrí durante muchas manzanas antes de ponerme a caminar más despacio, pues empezaba a llamar la atención en mi loca carrera.

Mientras caminaba, intentaba poner en orden mis caóticos pensamientos. No podía dar ninguna explicación a lo que había visto, pero sabía intuitivamente que me había topado con un peligro amenazante demasiado oscuro y repelente, y quizá demasiado vasto para poder comprenderlo. Busqué un significado pero no pude hallar ninguno; nunca había tenido una preparación muy científica, aparte de la química y la astronomía, de modo que no estaba preparado para comprender el empleo de máquinas tan grandes como las que había visto en esa casa alrededor de ese bloque encendido de violeta donde estaba el cono rugoso en cálida y animadora radiación portadora de vida. De hecho no era capaz de asimilar siquiera la misma maquinaria, pues sólo existía una remota similitud con algo que podía haber visto antes, como la dínamo de una central eléctrica. Estaban todas las máquinas conectadas de algún modo a los dos bloques, y a los envases de cristal -si el material era cristal-, uno ocupado, el otro vacío y oscuro, también unidos entre sí por unos tubos.

Pero había visto suficiente para convencerme de que el oscuro clan fraternal que caminaba por las calles de Providence durante la noche con vestimenta y aspecto de Edgar Allan Poe paseaba por motivos diferentes a los míos; los suyos no eran simple curiosidad acerca de los personajes nocturnos, de los colegas paseantes de la noche. Quizá la oscuridad era su estado más natural, al igual que la luz del sol era la de la mayoría de las personas; pero sus motivos eran siniestros, no podía dudarlo. Sin embargo, no lograba imaginarme lo que iba a suceder después.

Por fin dirigí mis pasos hacia la biblioteca, con la vaga esperanza de tropezarme con algo que me diese una clave para llegar a comprender lo que había visto.

Pero nada. Por mucho que busqué no encontré clave alguna, ningún indicio, aunque leí atentamente toda referencia concebible -incluso las de la estancia de Poe en Providence- a mi alcance sobre los estantes, y dejé la biblioteca tarde, tan desconcertado como cuando había llegado.

Quizá era inevitable que volviese a encontrarme con el señor Allan otra vez esa noche. No había forma de saber si mi visita a su casa había sido observada, a pesar de que creía haber visto a un observador en la ventana de arriba en el momento de mi huida, cuando estaba algo turbado. Pero esa sospecha mía no debía de tener fundamento alguno, pues cuando me encontré con el señor Allan más tarde, y le saludé en la calle Benefit, no había nada en su actitud o en sus palabras que dejase notar su posible conocimiento de mi intromisión. Ahora bien, yo ya conocía su habilidad para mantener su rostro impermeable a toda expresión: humor, disgusto, incluso enfado o irritación eran ajenos a sus facciones, que nunca abandonaban esa máscara introspectiva que caracterizaba a Poe.

-Espero que se haya recuperado de nuestro experimento, señor Phillips -dijo, después de intercambiar las frases de costumbre.

-Totalmente -le contesté, aunque no era cierto. Añadí algo acerca de un repentino marco, que había precipitado el final del experimento.

-Es uno de los mundos exteriores lo que vio, señor Phillips -continuó el señor Allan-. Son muchos. Cien mil por lo menos. La vida no es propiedad exclusiva de la Tierra. Tampoco la vida en forma de seres humanos. La vida toma muchas formas en otros planetas y estrellas, formas que aparecerían extrañas para los humanos, al igual que la vida humana resulta extraña a esas otras formas de vida.

Por una vez, el señor Allan se mostraba singularmente comunicativo, y yo tenía poco que decir. Estaba claro, creyese yo o no que lo que había visto era una alucinación -incluso ante el descubrimiento que había hecho en casa de mi acompañante- que él creía sin la menor reserva en lo que decía. Hablaba de muchos mundos, como si le fuesen familiares todos ellos. En un momento dado habló casi con reverencia de ciertas formas de vida, particularmente de aquellas que tenían una asombrosa capacidad de adaptación para tomar las formas de vida de otros planetas en su incesante búsqueda de las condiciones necesarias para su existencia.

-La estrella que vi -le inrerrumpí- estaba muriéndose.

-Sí -dijo simplemente.

-¿La ha visto usted?

-La he visto, señor Phillips.

Le escuché con alivio. Ya que era imposible que ningún hombre pudiese ver la vida propia del espacio exterior, lo que yo había experimentado no era más que la transmisión de una alucinación del señor Allan y sus hermanos. Comunicación telepática, ciertamente, ayudada con una especie de hipnosis que no había experimentado antes. Aun así no podía deshacerme de la inquietante sensación de peligro que rodeaba a mi acompañante nocturno, ni del malestar que se había apoderado de mí, pues aquella explicación que me había apresurado a aceptar resultaba sumamente ingenua.

En cuanto pude, presenté mis excusas al señor Allan y me marché. Me fui de prisa y directamente al Ateneo con la esperanza de encontrar a Rose Dexter, pero ya se había marchado, si es que estuvo allí. Fui al teléfono público del edificio y la llamé a su casa.

Contestó Rose, y confieso que sentí al instante una sensación de alivio.

-¿Has visto al señor Allan esta noche? -le pregunté.

-Sí -replicó-. Pero sólo unos instantes. Iba camino de la biblioteca.

-Yo también le he visto.

-Me pidió que fuese a su casa alguna noche para ver un experimento -continuó.

-No vayas -le dije en seguida.

Hubo un largo silencio al otro lado del teléfono.

-¿Por qué no?

Desafortunadamente no me di cuenta del acento de crueldad que había en su voz.

-Sería preferible que no fueras -dije con toda la firmeza que pude.

-¿No cree, señor Phillips, que soy yo quien debe decidirlo?

Me apresuré a asegurarle que yo no era quién para juzgar sus acciones; sólo le sugería que podría ser peligroso ir.

-¿Por qué?

-No puedo decírtelo por teléfono -contesté, plenamente convencido de que sonaba a tonto, y de que a la vez era cierto que no podría poner en palabras todas las terribles sospechas que habían empezado a aparecer en mi mente, pues eran tan fantásticas, tan extrañas, que nadie se las creería.

-Lo pensaré -dijo quebradamente.

-Intentaré explicártelo cuando te vea -le prometí.

Me dio las buenas noches y colgó con una intransigencia que no presagiaba nada bueno y que me dejó profundamente preocupado.

V

Llego ahora al final de los apocalípticos acontecimientos concernientes al señor Allan y al misterio que rodeaba la casa en el olvidado callejón. Dudo en ponerlos aquí, incluso ahora, pues sé de sobra que el cargo que ya pesa contra mí se agravaría y daría lugar a serias dudas con respecto a mi salud mental. Pero no me queda otro remedio. De hecho, el futuro entero de la humanidad, el curso de todo lo que llamamos civilización, puede verse afectado por lo que pueda o no pueda escribir acerca de esta cuestión. Los acontecimientos culminantes se desarrollaron con rapidez tras la conversación mantenida con Rose Dexter, ese insatisfactorio intercambio telefónico.

Tras un día de trabajo inquietante y lleno de desasosiego, llegué a la conclusión de que tenía que dar una explicación justificativa a Rose. A la noche siguiente, fui temprano a la biblioteca, donde solía encontrarme con ella, y me coloqué en un lugar desde el que podía ver la entrada principal. Allí esperé durante más de una hora hasta que se me ocurrió que a lo mejor no iba a la biblioteca aquella noche.

Otra vez recurrí al teléfono, con intención de preguntarle si podía acercarme a verla para explicarle lo de la noche anterior.

Fue su cuñada, y no Rose, quien contestó al teléfono.

Rose había salido

-Un caballero la llamó.

-¿Le conoce usted? -pregunté.

-No, señor Phillips.

-¿Oyó su nombre?

No lo había oído. De hecho sólo le había visto parcialmente cuando Rose salió presurosa a encontrarse con él, pero ante mi insistencia admitió que el caballero que había llamado a Rose tenía bigote.

¡El señor Allan! No necesitaba averiguar más.

Colgué y durante unos momentos no supe qué hacer. Quizá Rose y el señor Allan se dedicaban solamente a pasear a lo largo de la calle Benefit. Pero tal vez habían ido a esa casa misteriosa. Sólo pensar en ello me llenó de una aprensión tal que me hizo perder la cabeza.

Salí de la biblioteca y me dirigí a casa. Eran las diez cuando llegué a la casa de la calle Angell. Afortunadamente mi madre se había acostado, de modo que pude coger la pistola de mi padre sin molestarla. Una vez cargada, caminé apresuradamente a través de una Providence invadida por la noche, manzana tras manzana, hacia la orilla del Seekonk y el callejón en que estaba la extraña casa del señor Allan, sin percatarme del espectáculo que, para otros paseantes nocturnos, representaba la prisa incontrolada con la que caminaba. De todos modos, no me importaba, pues quizá la vida de Rose estaba en peligro, y más allá de eso, poco definido, rondaba un mal más espantoso aún y mayor.

Cuando llegué a la casa en que había desaparecido el señor Allan, me sorprendieron su soledad y sus ventanas oscuras. Aturdido, dudaba en continuar, y esperé durante un minuto o dos para tomar aire y tranquilizar mi pulso. Entonces, siempre en las sombras, me moví silenciosamente hacia la casa, vigilando el menor rayo de luz.

Di la vuelta a la casa desde la puerta delantera a la trasera. No se veía el más mínimo rayo de luz. Pero sí podía oírse un tararear bajo, un sonido vibrante, como el silbido de un cable respondiendo al viento. Crucé hacia un extremo de la casa, y ahí vi indicios de luz, no luz amarilla, como de una lámpara en el interior, sino una pálida radiación color lavanda que parecía emanar tenuemente de la propia pared.

Me retiré, recordando vívidamente lo que había visto en la casa.

Pero mi papel no podía ser pasivo. Tenía que saber si Rose estaba en la casa oscura, quizá en aquella misma habitación de la maquinaria desconocida y el envase de cristal con el monstruo dentro de la radiación violeta.

Di la vuelta hacia la parte delantera de la casa, y subí los escalones que conducían a la puerta de entrada.

De nuevo la puerta estaba abierta. Cedió a la presión de mis dedos. Me paré únicamente para coger la pesada arma en mis manos, empujé la puerta y entré en el vestíbulo. Me detuve un instante para acostumbrar mis ojos a la oscuridad; ahí de pie, percibía mejor el sonido tarareante que había oído, y algo más: el mismo tipo de cántico que me había dejado en estado hipnótico cuando fui testigo de la turbadora visión que supuestamente era la vida en otro mundo.

Me di cuenta de su significado inmediatamente. Pensé que Rose estaría con el señor Allan y sus hermanos, pasando por una experiencia similar.

¡Ojalá no hubiese sido más que eso!

Pues cuando entré en la gran habitación de la parte trasera de la casa, vi algo que para siempre se quedará grabado en mi mente. Alumbrada la habitación por la radiación del envase de cristal, podía ver al señor Allan y sus hermanos postrados en el suelo alrededor de los dos envases, entregados a su cántico. Detrás de ellos, junto a la pared, yacía -en su tamaño natural- la reproducción de Poe que yo había visto bajo la extraña criatura en el envase de cristal bañado por la radiación violeta. Pero no era el señor Allan y sus hermanos lo que me produjo el profundo shock y me repelió. ¡Fue lo que vi en los envases de cristal!

En el que daba resplandor a la habitación con su pulsante y agitada radiación violeta, estaba Rose Dexter, completamente vestida, y ciertamente bajo hipnosis. Y encima de ella estaba, alargado y con sus tentáculos azotando furiosamente, la figura de cono rugoso que la última vez había visto encogerse sobre la silueta de Poe. Y en el envase que se conectaba -casi me espanta anotarlo aquí-, yacía, idéntica en todos los detalles, ¡un duplicado perfecto de Rose Dexter!

Lo que ocurrió a continuación estaba confuso en mi mente. Sé que perdí el control, que disparé a ciegas contra los envases de cristal, intentando romperlos. Sé que le dí a uno o a ambos, pues el impacto de la radiación se desvaneció, la habitación quedó sumida en la oscuridad, gritos de miedo y de alarma por parte del señor Allan y sus hermanos, y entre la sucesión de explosiones de la maquinaria, corrí hacia adelante y cogí a Rose Dexter.

No sé cómo, alcancé la calle con Rose.

Miré hacia atrás y vi que las llamas aparecían en las ventanas de la maldita casa, y entonces, inesperadamente, la pared norte se derrumbó, y algo -un objeto que no pude identificar- salió de la casa en llamas y se esfumó en el cielo. Salí corriendo, con Rose en mis brazos.

Una vez que recuperó el sentido, Rose se puso histérica, pero al fin logré calmarla y se quedó callada, sin querer decir nada. En silencio la llevé a casa. Sabía lo terrible que tenía que haber sido su experiencia, y estaba dispuesto a no decir nada hasta que se hubiese recuperado totalmente.

En el curso de la semana siguiente, pude darme cuenta con toda claridad de lo que había ocurrido en la casa del callejón, pero el delito de incendio -del que me culpaban, en lugar de otro mucho más serio, por la pistola que había abandonado en la casa ardiendo- había cegado a la policía y rechazaban cualquier interpretación de los hechos que tuvieran algo que ver con cuestiones extraterrestres. He insistido en que viesen a Rose Dexter cuando estuviese recuperada y pudiese hablar, y desease hacerlo. No puedo hacerles entender lo que yo ahora comprendo perfectamente. Pero los hechos están ahí, indiscutibles. Dicen que la carne achicharrada encontrada en la casa no es humana, al menos la mayor parte de ella no lo es. ¿Podían esperar otra cosa? ¿Siete hombres parecidos a Edgar Allan Poe? ¡Tienen que comprender que lo que había dentro de la casa procedía de otro mundo, de un mundo agonizante, que pretendía invadir y tomar posesión de la Tierra reproduciéndose con forma humana! Tienen que saber que el primer modelo humano elegido por esos seres para reencarnarse había sido, por casualidad, Poe, escogido porque ignoraban que no representaba el tipo medio de hombre. Y han de saber, como yo llegué a saber, que el cono rugoso provisto de tentáculos, en la radiación violeta, era el origen de su forma material, y que la maquinaria y los tubos -que decían habían quedado demasiado estropeados por el incendio para poder identificarlos, ¡como si hubiesen podido identificar su función aun sin estar destrozados!- creaba, a partir del material suministrado por el cono en la luz violeta, material que simulaba carne, unas criaturas con forma humana y parecidas a Poe.

El propio «señor Allan» me proporcionó la clave, aunque no lo supe entonces, cuando le pregunté por qué la humanidad era objeto de escrutinio interplanetario: «¿Para hacer la guerra? ¿Para invadimos?»; y respondió: «Una forma de vida tan desarrollada no tendría necesidad de utilizar métodos tan primitivos». ¿Podía algo servir de explicación mejor que esto para la extraña ocupación de la casa a orillas del Seekonk? Desde luego, era evidente ahora que lo que el «señor Allan» y sus hermanos me ofrecieron en mi propia casa era una visión del planeta de los cubos y los conos rugosos, su planeta.

Y seguramente lo más abominable de todo, evidente para cualquier observador imparcial, era la razón por la cual querían a Rose. Pretendían reproducir a su especie en la forma de hombres y mujeres, para poder mezclarse con nosotros, sin ser detectados, sin sospechar de ellos, y lentamente, a lo largo de décadas, quizá de siglos, mientras su mundo moría, tomar y preparar la Tierra para aquellos que viniesen después.

¡Sólo Dios sabe cuántos de ellos puede haber aquí, entre nosotros, incluso ahora!

Más tarde. No he podido ver a Rose todavía, esta noche, y no sé si llamarla. Me ocurre algo terrible. Me siento preso de horribles dudas. No lo pensé durante esa terrible experiencia, después de los disparos en la habitación iluminada de violeta, y es ahora cuando he empezado a preguntármelo, y mi preocupación ha ido creciendo hora tras hora, hasta convertirse en insoportable. ¿Cómo puedo estar seguro de que en esos minutos de locura rescaté a la verdadera Rose Dexter? Si lo hice, sin duda, ella me lo confirmará esta noche. Si no lo hice ¡Dios sabe lo que he soltado, sin quererlo, sobre Providence y el mundo!

Extracto de The Providence Journal, l7 de julio:


UNA MUCHACHA DE LA VECINDAD MATA A SU AGRESOR


Rose Dexter, hija del señor Elisha Dexter y señora, del 127 de la calle de Benevolent, repelió y dio muerte ayer noche a un joven al que acusó de haberla agredido. La señorita Dexter fue encontrada en un estado de histeria mientras corría por la calle Benefit, en las cercanías de la Catedral de San Juan, cerca del cementerio donde tuvo lugar el suceso.

Su agresor fue identificado como un viejo amigo, Arthur Phillips...

Posted by Alikuekano at 9:53 PM | Comments (1)

19 de Mayo 2005

Cronicas de Algalord - Parte 4

Acto 4 - Power of the Dragonflame

Las nubes negras estaban oscureciendo las Tierras Medias, cuando el Guerrero de Hielo llegó al místico lugar, conocido como el Bosque de los Unicornios. Sangre cubría sus manos, cuando los susurros de los árboles majestuosos y amigables trataban de calmar la plenitud de sus ultimas visiones...

Las muertes brutales de Arwald y Airin torturaban aún su valiente corazón y sólo la voluntad de venganza era tallada en las heridas de su violada alma...

El conocimiento de que la mágica Espada Esmeralda estaba ahora en las manos de Akron estaba también atormentando sus ardientes pensamientos...

En el límite de su condición física y mental, finalmente llegó a la verde Elgard donde la gente lo recibió como un verdadero héroe... Aresius tuvo que usar toda su magia para curar el shock mental del elegido.

Pero muy pronto, una nueva e increíble tragedia ocurrió, suficiente como para destruir la estabilidad mental de cualquiera...

Lo que ni siquiera Aresius estaba dispuesto a imaginar, llegó a pasar...

Lo que parecía sólo ser una antigua leyenda, tejida por la fantasía de un juglar, se tornó en una inesperada y dramática realidad...


cronicasIV.jpg


Gracias al mágico poder de la Espada Esmeralda, aplicada a los secretos de magia negra de Vankar, los místicos Portales del Caos, que separan el mundo humano del mundo de los malditos, fue finalmente abierto... Luego de varios rituales malvados en las criptas de las Tierras Fantasmales, la Reina de los Oscuros Horizontes, ¡esa desolada perra! y antiguos sirvientes del cruel dios Kron, estaban vivos nuevamente y listos para conducir el ejercito de los muertos vivientes, libres del arcano hechizo, bajo el comando de Akron.

El primer resultado de este demoníaco plan fue la trágica batalla que destruyó las naves místicas de los Reyes en el Océano Salvaje...

Sin defensa los dos pueblos hermanos de nuestras amadas tierras fueron destruidos, luego de tres meses de derramamiento de sangre apocalíptico, bajo una lluvia de un millar de llamas. Elnor y Thorald ahora yacen en ruinas... El Rey murió peleando orgullosamente contra las olas de demonios y gigantes... Los ecos de los muertos siguen llenando el irrespirable aire, esculpiendo las rocas y las orillas de las Tierras del Sur...

El Guerrero de Hielo, oyendo estas noticias, gritó su rabia, desde lo profundo de su pura alma, se dice que incluso los elfos y los trolls de las Montañas Grises pudieron oír el eco de su furia...

Pero él pronto tendría la oportunidad de llamar a los espíritus de la venganza, porque después de dos lunas, el grandioso concilio de Algalord decidió llamar a los guerreros mas valientes de las Tierras del Sur y pasar el mando de este improvisado ejercito al elegido...

Akron, La Reina del Mal, el Señor Oscuro Dargor y el ejercito demoníaco estaban ahora marchando en la dirección del pueblo de los dioses, aniquilando todas las cosas, y a cada humano que se resistiera a su salvaje paso...

Entonces un terrible temor estaba ahora amenazando a la orgullosa Algalord, y algo tenía que hacerse lo antes posible... Una eventual caída de la Sagrada Ciudadela significaría el término de todo; y el comienzo de una nueva era para las Tierras Encantadas bajo el dominio de el Rey del Caos, traedor místico del olvido cósmico... ¡¡Él tiene que ser detenido...!!

La marcha de los maestros en espadas pronto comenzó... y después de sólo tres lunas, el glorioso ejército liderado por el guerrero nórdico se enfrentaron al armamento de Akron y Dargor, entre los Pantanos de las regiones del sur... los lobos aullaron a la luna ante el primer choque de espadas, que resonó a través de la profundidad de la noche.

Aquella dramática batalla será obviamente recordada como una de las mas trágicas páginas ¡en la historia de las Tierras Encantadas! los valiosos guerreros de nuestros maravillosos valles se encontraron forzados a incluso cambiar su sensatez mental, sin saber que clase de enemigos ellos deberían enfrentar... Pero Aresius les había advertido que ellos deberían estar preparados para cualquier cosa... Y nunca hubo algún consejo mejor... Demonios alados, gusanos gigantes, los muertos vivientes y vampiros formaban la mayor parte de aquella masa malévola de criaturas que habían cruzado el Portal del Caos gracias al poder de la Espada Esmeralda y servían ahora a la insana voluntad de Akron...

Cada peleador de nuestras queridas tierras entendieron inmediatamente la dificultad de su éxito...

Pero el llamado de la perspectiva cósmica bloqueó cualquier fragilidad emotiva. Al contrario, esto solo inflamó su adrenalínica voluntad de venganza por todos sus hermanos, quienes habían sido tan brutalmente torturados hasta la muerte.

En medio de la matanza de la lucha, entre ramas mutiladas y terribles visiones de sufrimiento, el Guerrero de Hielo tuvo la oportunidad de alcanzar y enfrentar al Señor Oscuro de las Montañas Negras en una batalla final... El malvado, luego de un choque épico y sangriento, calló desde una roca y quedó atrapado, sin oportunidad de escapar... Dargor estuvo muy cerca de la muerte, él lo supo... Gritó, creyendo que el Místico Guerrero de Hielo lo golpearía y lo mataría... Pero el elegido, en un terrible dilema entre su corazón y su mente, estiró su mano, perdonando así su vida, sabiendo que él era solo el resultado de las malas enseñanzas de Vankar, el viejo hechicero de Helm, enemigo eterno de Aresius.

Dargor no entendió este acto del Guerrero de Hielo, ni se dio cuenta de sus intenciones... Vankar le había siempre contado una historia falsa acerca de como el Guerrero de Hielo y su ejecito había masacrado a toda su familia... Y él creció creyéndolo... Entonces con el siguiente golpe de su espada golpeó al elegido, quien, no esperando esta reacción, cayó al suelo perdiendo sus sentidos y derramando un río de sangre sagrada... Él hablo solo con sus ojos... Viendo a Dargor y preguntando por qué... por qué...

Cuando nuestro héroe recobró la conciencia, atrapado nuevamente junto a miles de otros soldados, entendió que ya todo había terminado para él y para todos... Después de Elnor y Thorald, la última resistencia importante había sido destruida y para Algalord sería ahora un fin seguro... Ho no...! Nadie podría haber imaginado el poder destructivo de la Espada Esmeralda en las manos equivocadas, ni siquiera nuestro guerrero.

Era tiempo de que Algalord rezara a los dioses de acero, porque la furia del maestro de la guerra Akron vivía en el Rey negro mas que nunca.... Cuidado, pueblo sagrado, cuidado...!

Después de dos meses la caída de Algalord era una realidad... las puertas del pueblo fueron abiertas a la fuerza y Akron marchó a través de este, mostrando sus peores intenciones... La mayoría de las mujeres y niños fueron torturados y masacrados en el nombre de la infernal perversión... "Destrucción" fue la orden de Akron a sus discípulos y muy pronto Algalord, la gloriosa Algalord, el pueblo sagrado de las tierras encantadas, fue una masa de sangre y piedra...

En ese momento todos, incluso el Guerrero de Hielo, ahora atrapado y restringido a aguantar todo, se preguntaban si aún era posible hacer algo por las amadas tierras, o si el dominio de los discípulos de Akron sería realidad en el nombre del olvido cósmico!

El siguiente reto estaría claro para todos...

"¡Hola a todos una vez más, mis amigos... afligido estoy porque soy incapaz de decirles sobre todo lo que ha pasado recientemente sin el derramamiento de una lágrima... pero no hay ninguna palabra para describir el dolor que lacera mi corazón una vez más!

Sí, todo pasó como ustedes probablemente ya tienen entendido... después de la toma de Algalord y de que nos hagan a todos sus prisioneros, los rituales de depravación sangrienta empezaron más una vez...

La tragedia era una triste realidad, como el libro mágico de las profecías nos lo reveló hace mucho años... pero las próximas páginas contaron un trueno que rompe el silencio mortal...

Y relámpagos como saetas de pura energía que cruzan los cielos antiguos por los dioses de sabiduría... yacería el milagro que cambiaría los eventos...

¿Y mis queridos... ustedes deben estar probablemente ansiosos por saber si algo pasó o no... eh?

Bien... éste es el último e increíble capítulo de este cuento épico... y yo puedo decirles que el fin de los eventos era reservado para un final inesperado, legendario, grande y amargo...

¡Así... sí... algo milagroso pasó pronto... pero en la sombra de una tragedia oscura...!

Después del otoño del pueblo santo de los dioses, mi hermano, el poderoso guerrero de hielo, también fue condenado a soportar los sangrientos juegos de Akron que asustaban a las personas para imponer su supremacía...

El elegido siempre había sido el enemigo legendario y ahora la oportunidad de torturar su cuerpo eran las perversiones más profundas y excitantes de Akron...

¡Y él que dio salida a su oscura ira en el guerrero de hielo mutilaba sus dos piernas... sí, mis amigos... éste era el infierno, créanme...!

...Pero cuando nuestro héroe, todavía con vida, debía ser ejecutado y tirado en los viscosos pantanos de Acheros, condenado a ser devorado por las serpientes marinas, el milagro pasó y el trueno de la profecía tenía un nombre inesperado: ¡Dargor! Nadie podría creer lo que estaba a punto de pasar...

Cansado de estas visiones sangrientas, cuando ya no podía aceptar la crueldad de su señor oscuro y el silencio lo confundida por el hecho que el escogido había salvado su vida, Dargor levantó su acero al cielo y hirió mortalmente a la reina de la muerte, mientras gritaba el nombre de Akron con mucha ira e invocando el poder de las gárgolas... el rey negro, furioso como nunca antes, se volvió al guerrero e inmediatamente entendió sus intenciones un demonio guerrero el cual tiró su espada por orden de Akron con la que hirió el hombro de Dargor, tirándolo al suelo...

Akron, mientras se reía en su cara, reveló a él que había estado esperando su traición porque por él no corría la misma sangre negra que en el a través de sus venas, y que ahora él moriría de la misma manera que los otros, empalado delante de las puertas del ahora conquistado Algalord como un ejemplo para todos...

Los demonios de Akron se acercaron al herido Dargor para encarcelarlo, cuando la energía del trueno le dio la fuerza para tirarse contra Akron, el cual lo empujo haciéndolo caer cerca del guerrero de hielo, mutilado y teñido en un lago de sangre. En ese momento el escogido robo la Espada Esmeralda de la armadura del rey negro y golpeo su cara con ella... incluso los demonios del infierno más profundo deben de haber oído el grito de Akron cuando la hoja de la santa espada agujereó su ojo... pero esto no era bastante para matar al rey de la oscuridad... por eso el guerrero de hielo envolvió sus brazos alrededor del cuello de Akron, y lo empezó a estrangular... y en ese momento el escogido gritó a Dargor para mover la plataforma de la ejecución de madera hacia los pantanos. El Señor de las Sombras de las Montañas Negras entendió que ésta era la única manera de resolver la situación por lo que saltó hacia la palanca de acero que opera el malvado mecanismo... y la plataforma en la que el guerrero de hielo y Akron estaban empezó a descender hacia las aguas negras de esos pantanos oscuros hedidos a muerte.

El escogido, todavía manteniendo su poderío con la ayuda de la Espada Esmeralda y con el Rey Negro que intenta librarse, dio gracias a Dargor por rembolsar el favor que le había hecho en el pasado, a pesar de su incapacidad de ayudar al héroe de las tierras norteñas que fueron destinadas ahora a cierta muerte...

Pero eso era cómo la profecía estaba escrita y el guerrero de hielo cayo finalmente en las aguas viscosas... y Akron con él, junto con la Espada Esmeralda que no le permitía reaccionar...

De ese momento los dos cuerpos y la santa espada desaparecieron en las profundidades del pantano y cuando las negras serpientes vinieron hambrientas por su comida todos supimos que estaban acabados... sí... estaba muy acabado para nuestro amigo mutuo... gracias al Guerrero de Hielo y la traición de Dargor, la pesadilla conocida como Akron era repentinamente sólo un mal recuerdo del pasado...

Y milagrosamente ese momento también significó el fin para el malvado ejército de demonios...

¡Vankar tenía a través de Dargor el poder de las gárgolas... pero el malvado mago nunca podría imaginar que su discípulo lo usaría para enfrentar su propio infierno... pero eso fue lo que pasó!

Las majestuosas gárgolas de piedra tomaron vida y volaron en las torres lejanas de Hargor para luchar contra los demonios del abismo... y también en ese momento los sorprendidos guerreros de las tierras encantadas entendieron que la profecía de los ancianos se cumplió finalmente... oh, dios... a la poderosa llamada a los Dioses del Acero del último Apocalipsis ellos levantaron sus armas una vez más, aprovechándose de la nueva situación... los prisioneros derrotados empezaron a materializar la cósmica furia de los titanes y antes de la nueva luna, la victoria era una realidad... y esa vez, era la victoria total contra las hordas de infierno... sí, hermanos... la gran victoria final...

El relámpago mágico chocó de repente en la tierra, un temblor terrorífico demolió la tierra... y las gárgolas de los victoriosos hermanos volvieron a Dargor una última vez para completar su demanda... los ángeles de piedra mística extendieron sus anchas alas y, con sus largos miembros, tomaron el resto de los demonios y las criaturas que quedan en la tierra polvorienta... los Portales del Caos localizados entre las criptas y las Tierras Fantasmales eran su destino... las almas de los condenados alcanzaron la antigua dimensión en alguna parte del lejano más allá, gracias a un gran acto de magia positiva, pudieron cerrar los Portales del Caos, volviéndose los ángeles guardianes poderosos de nuevo... guardaron el pasaje y no permitirían a nadie abrir los portales de nuevo... ésa realmente era la conclusión de una pesadilla que parecía no tener fin... pero finalmente y por suerte para nosotros la palabra "Fin" empezó a tener un significado una vez más...

Bien, mis amigos... yo usé toda mi magia para luchar contra esos bastardos... Vankar fue una víctima de mi magia blanca... y ahora después de algún tiempo gastado en la recuperación de mi sanidad mental y teniendo que aceptar la muerte de mi hermano yo puedo sonreír finalmente bajo el sol que enciende mi maravilloso Elgard...

Él no está más con nosotros... mi amigo valeroso, el héroe de las tierras norteñas, se ha ido... pero su sacrificio fue ejemplar y se recordará en las próximas eras por todos, como un testamento del amor hacia estas tierras...

Y el acto de sabiduría de Dargor... también él se recordará como un gran hombre...

¡Cuando la oscuridad conoce la luz, para crear el crepúsculo... todo es posible y la mayoría del tiempo... las sombras pueden tener magia! ¡Después de que la última batalla termino Dargor desapareció... nadie lo vio de nuevo... ¿él estará por ahí?. Sin embargo gracias una vez más, donde quiera que estés, poderoso Señor de las Sombras de las Montañas Negras!

La reconstrucción de Algalord, el pueblo noble de las tierras encantadas, empezará durante las próximas lunas... y en este tiempo la gárgola será el nuevo símbolo del pueblo, para dar testimonio de lo que les he contado...

En el entretanto mis hermanos esta granizando, los Dioses de la Sabiduría antes de los ríos de vino rojo y del sur al norte el nombre de Dargor y el del escogido están en los labios de todos...

Así mi amigo... con éstos las ultimas líneas yo escribí la última página de este libro... la saga de la espada esmeralda puede ser considerada terminada ahora... un libro de un millón de libros que relatan sobre la lucha cósmica entre el bien y el mal... escrito de nuevo con la sangre de los héroes... para una perspectiva cósmica que se revelará pronto a si misma... una entre mil realidades...! granizo a todos ustedes...!"

Fuente: Power Metal Forever

Posted by Alikuekano at 1:14 PM | Comments (5)

3 de Mayo 2005

El corazón acusador (Edgar Allan Poe)

¡Es verdad! Soy nervioso, terriblemente nervioso. Siempre lo he sido y lo soy, pero, ¿podría decirse que estoy loco? La enfermedad había agudizado mis sentidos, no los había destruido ni apagado. Sobre todo, tenía el sentido del oído agudo. Oía todo sobre el cielo y la tierra. Oía muchas cosas del infierno. Entonces, ¿cómo voy a estar loco? Escuchen y observen con qué tranquilidad, con qué cordura puedo contarles toda la historia.

Me resulta imposible decir cómo surgió en mi cabeza esa idea por primera vez; pero, una vez concebida, me persiguió día y noche. No perseguía ningún fin. No había pasión. Yo quería mucho al viejo. Nunca me había hecho nada malo. nunca me había insultado. no deseaba su oro. Creo que fue su ojo. ¡Sí, eso fue! Tenía un ojo semejante al de un buitre. Era un ojo de un color azul pálido, con una fina película delante. Cada vez que posaba ese ojo en mí, se me enfriaba la sangre; y así, muy gradualmente, fui decidiendo quitarle la vida al viejo y quitarme así de encima ese ojo para siempre.

Pues bien, así fue. Usted creerá que estoy loco. Los locos no saben nada. Pero debería haberme visto. Debería usted haber visto con qué sabiduría procedí, con qué cuidado, con qué previsión, con qué disimulo me puse a trabajar. Nunca había sido tan amable con el viejo como la semana antes de matarlo. Y cada noche, cerca de medianoche, yo hacía girar el picaporte de su puerta y la abría, con mucho cuidado. Y después, cuando la había abierto lo suficiente para pasar la cabeza, levantaba una linterna cerrada, completamente cerrada, de modo que no se viera ninguna luz, y tras ella pasaba la cabeza. ¡Cómo se habría reído usted si hubiera visto con qué astucia pasaba la cabeza! La movía muy despacio, muy lentamente, para no molestar el sueño del viejo. Me llevaba una hora meter toda la cabeza por esa abertura hasta donde podía verlo dormir sobre su cama. ¡Ja! ¿Podría un loco actuar con tanta prudencia? Y luego, cuando mi cabeza estaba bien dentro de la habitación, abría la linterna con cautela, con mucho cuidado (porque las bisagras hacían ruido), hasta que un solo rayo de luz cayera sobre el ojo de buitre. Hice todo esto durante siete largas noches, cada noche cerca de las doce, pero siempre encontraba el ojo cerrado y era imposible hacer el trabajo, ya que no era el viejo quien me irritaba, sino su ojo. Y cada mañana, cuando amanecía, iba sin miedo a su habitación y le hablaba resueltamente, llamándole por su nombre con voz cordial y preguntándole cómo había pasado la noche. Por tanto verá usted que tendría que haber sido un viejo muy astuto para sospechar que cada noche, a las doce, yo iba a mirarlo mientras dormía.

La octava noche, fui más cuidadoso cuando abrí la puerta. El minutero de un reloj de pulsera se mueve más rápido de lo que se movía mi mano. Nunca antes había sentido el alcance de mi fuerza, de mi sagacidad. Casi no podía contener mis sentimientos de triunfo, al pensar que estaba abriendo la puerta poco a poco, y él ni soñaba con el secreto de mis acciones e ideas. Me reí entre dientes ante esa idea. Y tal vez me oyó porque se movió en la cama, de repente, como sobresaltado. pensará usted que retrocedí, pero no fue así. Su habitación estaba tan negra como la noche más cerrada, ya que él cerraba las persianas por miedo a que entraran ladrones; entonces, sabía que no me vería abrir la puerta y seguí empujando suavemente, suavemente.

Ya había introducido la cabeza y estaba para abrir la linterna, cuando mi pulgar resbaló con el cierre metálico y el viejo se incorporó en la cama, gritando:

-¿Quién anda ahí?

Me quedé quieto y no dije nada. Durante una hora entera, no moví ni un músculo y mientras tanto no oí que volviera a acostarse en la cama. Aún estaba sentado, escuchando, como había hecho yo mismo, noche tras noche, escuchando los relojes de la muerte en la pared.

Oí de pronto un quejido y supe que era el quejido del terror mortal, no era un quejido de dolor o tristeza. ¡No! Era el sonido ahogado que brota del fondo del alma cuando el espanto la sobrecoge. Yo conocía perfectamente ese sonido. Muchas veces, justo a medianoche, cuando todo el mundo dormía, surgió de mi pecho, profundizando con su temible eco, los terrores que me enloquecían. Digo que lo conocía bien. Sabía lo que el viejo sentía y sentí lástima por él, aunque me reía en el fondo de mi corazón. Sabía que él había estado despierto desde el primer débil sonido, cuando se había vuelto en la cama. Sus miedos habían crecido desde entonces. Había estado intentando imaginar que aquel ruido era inofensivo, pero no podía. Se había estado diciendo a sí mismo: "No es más que el viento en la chimenea, no es más que un ratón que camina sobre el suelo", o "No es más que un grillo que chirrió una sola vez". Sí, había tratado de convencerse de estas suposiciones, pero era en vano. Todo en vano, ya que la muerte, al acercársele se había deslizado furtiva y envolvía a su víctima. Y era la fúnebre influencia de aquella imperceptible sombra la que le movía a sentir, aunque no veía ni oía, a sentir la presencia dentro de la habitación.

Cuando hube esperado mucho tiempo, muy pacientemente, sin oír que se acostara, decidí abrir un poco, muy poco, una ranura en la linterna. Entonces la abrí -no sabe usted con qué suavidad- hasta que, por fin, su solo rayo, como el hilo de una telaraña, brotó de la ranura y cayó de lleno sobre el ojo del buitre.

Estaba abierto, bien abierto y me enfurecí mientras lo miraba, lo veía con total claridad, de un azul apagado, con aquella terrible película que me helaba el alma. Pero no podía ver nada de la cara o del cuerpo, ya que había dirigido el rayo, como por instinto, exactamente al punto maldito.

¿No le he dicho que lo que usted cree locura es solo mayor agudeza de los sentidos? Luego llegó a mis oídos un suave, triste y rápido sonido como el que hace un reloj cuando está envuelto en algodón. Aquel sonido también me era familiar. Era el latido del corazón del viejo. Aumentó mi furia, como el redoblar de un tambor estimula al soldado en batalla.

Sin embargo, incluso en ese momento me contuve y seguí callado. Apenas respiraba. Mantuve la linterna inmóvil. Intenté mantener con toda firmeza la luz sobre el ojo. Mientras tanto, el infernal latido del corazón iba en aumento. Crecía cada vez más rápido y más fuerte a cada instante. El terror del viejo debe haber sido espantoso. Era cada vez más fuerte, más fuerte... ¿Me entiende? Le he dicho que soy nervioso y así es. Pues bien, en la hora muerta de la noche, entre el atroz silencio de la antigua casa, un ruido tan extraño me excitaba con un terror incontrolable. Sin embargo, por unos minutos más me contuve y me quedé quieto. Pero el latido era cada vez más fuerte, más fuerte. Creí que aquel corazón iba a explotar. Y se apoderó de mí una nueva ansiedad: ¡Los vecinos podrían escuchar el latido del corazón! ¡Al viejo le había llegado la hora! Con un fuerte grito, abrí la linterna y me precipité en la habitación. El viejo clamó una vez, sólo una vez. En un momento, lo tiré al suelo y arrojé la pesada cama sobre él. Después sonreí alegremente al ver que el hecho estaba consumado. Pero, durante muchos minutos, el corazón siguió latiendo con un sonido ahogado. Sin embargo, no me preocupaba, porque el latido no podría oírse a través de la pared. Finalmente, cesó. El viejo estaba muerto. Quité la cama y examiné el cuerpo. Sí, estaba duro, duro como una piedra. Pasé mi mano sobre el corazón y allí la dejé durante unos minutos. No había pulsaciones. Estaba muerto. Su ojo ya no me preocuparía más.

Si aún me cree usted loco, no pensará lo mismo cuando describa las sabias precauciones que tomé para esconder el cadáver. La noche avanzaba y trabajé con rapidez, pero en silencio. En primer lugar descuarticé el cadáver. le corté la cabeza, los brazos y las piernas. Después levanté tres planchas del suelo de la habitación y deposité los restos en el hueco. Luego coloqué las tablas con tanta inteligencia y astucia que ningún ojo humano, ni siquiera el suyo, podría haber detectado nada extraño. No había nada que limpiar; no había manchas de ningún tipo, ni siquiera de sangre. Había sido demasiado precavido para eso. Todo estaba recogido. ¡Ja, ja!

Cuando terminé con estas tareas, eran las cuatro... Todavía oscuro como medianoche. Al sonar la campanada de la hora, golpearon la puerta de la calle. Bajé a abrir muy tranquilo, ya que no había anda que temer. Entraron tres hombres que se presentaron, muy cordialmente, como oficiales de la policía. Un vecino había oído un grito durante la noche, por lo cual había sospechas de algún atentado. Se había hecho una denuncia en la policía, y ellos, los oficiales, habían sido enviados a registrar el lugar. Sonreí, ya que no había nada que temer. Di la bienvenida a los caballeros. Dije que el alarido había sido producido por mí durante un sueño. Dije que el viejo estaba fuera, en el campo. Llevé a los visitantes por toda la casa. Les dije que registraran bien. Por fin los llevé a su habitación, les enseñé sus tesoros, seguros e intactos. En el entusiasmo de mi confianza, llevé sillas al cuarto y les dije que descansaran allí mientras yo, con la salvaje audacia que me daba mi triunfo perfecto, colocaba mi silla sobre el mismo lugar donde reposaba el cadáver de la víctima.

Los oficiales se mostraron satisfechos. Mi forma de proceder los había convencido. Yo me sentía especialmente cómodo. Se sentaron y hablaron de cosas comunes mientras yo les contestaba muy animado. Pero, de repente, empecé a sentir que me ponía pálido y deseé que se fueran. Me dolía la cabeza y me pareció oír un sonido; pero se quedaron sentados y siguieron conversando. El ruido se hizo más claro, cada vez más claro. Hablé más como para olvidarme de esa sensación; pero cada vez se hacía más claro... hasta que por fin me di cuenta de que el ruido no estaba en mis oídos.

Sin duda, me había puesto muy pálido, pero hablé con más fluidez y en voz más alta. Sin embargo, el ruido aumentaba. ¿Qué hacer? Era un sonido bajo, sordo, rápido... como el sonido de un reloj de pulsera envuelto en algodón. traté de recuperar el aliento... pero los oficiales no lo oyeron. Hablé más rápido, con más vehemencia, pero el ruido seguía aumentando. Me puse de pie y empecé a discutir sobre cosas insignificantes en voz muy alta y con violentos gestos; pero el sonido crecía continuamente. ¿Por qué no se iban? Caminé de un lado a otro con pasos fuerte, como furioso por las observaciones de aquellos hombres; pero el sonido seguía creciendo. ¡Oh, Dios! ¿Qué podía hacer yo? Me salía espuma de la rabia... maldije... juré balanceando la silla sobre la cual me había sentado, raspé con ella las tablas del suelo, pero el ruido aumentaba su tono cada vez más. Crecía y crecía y era cada vez más fuerte. Y sin embargo los hombres seguían conversando tranquilamente y sonreían. ¿Era posible que no oyeran? ¡Dios Todopoderoso! ¡No, no! ¡Claro que oían! ¡Y sospechaban! ¡Lo sabían! ¡Se estaban burlando de mi horror! Esto es lo que pasaba y así lo pienso ahora. Todo era preferible a esta agonía. Cualquier cosa era más soportable que este espanto. ¡Ya no aguantaba más esas hipócritas sonrisas! Sentía que debía gritar o morir. Y entonces, otra vez, escuchen... ¡más fuerte..., mas fuerte..., más fuerte!

-¡No finjan más, malvados! -grité- . ¡Confieso que lo maté! ¡Levanten esas tablas!... ¡Aquí..., aquí! ¡Donde está latiendo su horrible corazón!

Posted by Alikuekano at 6:17 PM | Comments (2)

26 de Abril 2005

Coplas a la muerte de mi padre (Jorge Manrique)

Recuerde el alma dormida, avive el seso e despierte contemplando cómo se passa la vida, cómo se viene la muerte tan callando; cuán presto se va el plazer, cómo, después de acordado, da dolor; cómo, a nuestro parescer, cualquiere tiempo passado fue mejor.

II

Pues si vemos lo presente
cómo en un punto s'es ido
e acabado,
si juzgamos sabiamente,
daremos lo non venido
por passado.
Non se engañe nadi, no,
pensando que ha de durar
lo que espera
más que duró lo que vio,
pues que todo ha de passar
por tal manera.

III

Nuestras vidas son los ríos
que van a dar en la mar,
qu'es el morir;
allí van los señoríos
derechos a se acabar
e consumir;
allí los ríos caudales,
allí los otros medianos
e más chicos,
allegados, son iguales
los que viven por sus manos
e los ricos.

INVOCACIÓN

IV

Dexo las invocaciones
de los famosos poetas
y oradores;
non curo de sus ficciones,
que traen yerbas secretas
sus sabores.
Aquél sólo m'encomiendo,
Aquél sólo invoco yo
de verdad,
que en este mundo viviendo,
el mundo non conoció
su deidad.

V

Este mundo es el camino
para el otro, qu'es morada
sin pesar;
mas cumple tener buen tino
para andar esta jornada
sin errar.
Partimos cuando nascemos,
andamos mientra vivimos,
e llegamos
al tiempo que feneçemos;
assí que cuando morimos,
descansamos.

VI

Este mundo bueno fue
si bien usásemos dél
como debemos,
porque, segund nuestra fe,
es para ganar aquél
que atendemos.
Aun aquel fijo de Dios
para sobirnos al cielo
descendió
a nescer acá entre nos,
y a vivir en este suelo
do murió.

VII

Si fuesse en nuestro poder
hazer la cara hermosa
corporal,
como podemos hazer
el alma tan glorïosa
angelical,
¡qué diligencia tan viva
toviéramos toda hora
e tan presta,
en componer la cativa,
dexándonos la señora
descompuesta!

VIII

Ved de cuán poco valor
son las cosas tras que andamos
y corremos,
que, en este mundo traidor,
aun primero que muramos
las perdemos.
Dellas deshaze la edad,
dellas casos desastrados
que acaeçen,
dellas, por su calidad,
en los más altos estados
desfallescen.

IX

Dezidme: La hermosura,
la gentil frescura y tez
de la cara,
la color e la blancura,
cuando viene la vejez,
¿cuál se para?
Las mañas e ligereza
e la fuerça corporal
de juventud,
todo se torna graveza
cuando llega el arrabal
de senectud.

X

Pues la sangre de los godos,
y el linaje e la nobleza
tan crescida,
¡por cuántas vías e modos
se pierde su grand alteza
en esta vida!
Unos, por poco valer,
por cuán baxos e abatidos
que los tienen;
otros que, por non tener,
con oficios non debidos
se mantienen.

XI

Los estados e riqueza,
que nos dexen a deshora
¿quién lo duda?,
non les pidamos firmeza.
pues que son d'una señora;
que se muda,
que bienes son de Fortuna
que revuelven con su rueda
presurosa,
la cual non puede ser una
ni estar estable ni queda
en una cosa.

XII

Pero digo c'acompañen
e lleguen fasta la fuessa
con su dueño:
por esso non nos engañen,
pues se va la vida apriessa
como sueño,
e los deleites d'acá
son, en que nos deleitamos,
temporales,
e los tormentos d'allá,
que por ellos esperamos,
eternales.

XIII

Los plazeres e dulçores
desta vida trabajada
que tenemos,
non son sino corredores,
e la muerte, la çelada
en que caemos.
Non mirando a nuestro daño,
corremos a rienda suelta
sin parar;
desque vemos el engaño
y queremos dar la vuelta
no hay lugar.

XIV

Esos reyes poderosos
que vemos por escripturas
ya passadas
con casos tristes, llorosos,
fueron sus buenas venturas
trastornadas;
assí, que no hay cosa fuerte,
que a papas y emperadores
e perlados,
assí los trata la muerte
como a los pobres pastores
de ganados.

XV

Dexemos a los troyanos,
que sus males non los vimos,
ni sus glorias;
dexemos a los romanos,
aunque oímos e leímos
sus hestorias;
non curemos de saber
lo d'aquel siglo passado
qué fue d'ello;
vengamos a lo d'ayer,
que también es olvidado
como aquello.

XVI

¿Qué se hizo el rey don Joan?
Los infantes d'Aragón
¿qué se hizieron?
¿Qué fue de tanto galán,
qué de tanta invinción
como truxeron?
¿Fueron sino devaneos,
qué fueron sino verduras
de las eras,
las justas e los torneos,
paramentos, bordaduras
e çimeras?

XVII

¿Qué se hizieron las damas,
sus tocados e vestidos,
sus olores?
¿Qué se hizieron las llamas
de los fuegos encendidos
d'amadores?
¿Qué se hizo aquel trovar,
las músicas acordadas
que tañían?
¿Qué se hizo aquel dançar,
aquellas ropas chapadas
que traían?

XVIII

Pues el otro, su heredero
don Anrique, ¡qué poderes
alcançaba!
¡Cuánd blando, cuánd halaguero
el mundo con sus plazeres
se le daba!
Mas verás cuánd enemigo,
cuánd contrario, cuánd cruel
se le mostró;
habiéndole sido amigo,
¡cuánd poco duró con él
lo que le dio!

XIX

Las dávidas desmedidas,
los edeficios reales
llenos d'oro,
las vaxillas tan fabridas
los enriques e reales
del tesoro,
los jaezes, los caballos
de sus gentes e atavíos
tan sobrados
¿dónde iremos a buscallos?;
¿qué fueron sino rocíos
de los prados?

XX

Pues su hermano el innocente
qu'en su vida sucesor
se llamó
¡qué corte tan excellente
tuvo, e cuánto grand señor
le siguió!
Mas, como fuesse mortal,
metióle la Muerte luego
en su fragua.
¡Oh jüicio divinal!,
cuando más ardía el fuego,
echaste agua.

XXI

Pues aquel grand Condestable,
maestre que conoscimos
tan privado,
non cumple que dél se hable,
mas sólo como lo vimos
degollado.
Sus infinitos tesoros,
sus villas e sus lugares,
su mandar,
¿qué le fueron sino lloros?,
¿qué fueron sino pesares
al dexar?

XXII

E los otros dos hermanos,
maestres tan prosperados
como reyes,
c'a los grandes e medianos
truxieron tan sojuzgados
a sus leyes;
aquella prosperidad
qu'en tan alto fue subida
y ensalzada,
¿qué fue sino claridad
que cuando más encendida
fue amatada?

XXIII

Tantos duques excelentes,
tantos marqueses e condes
e varones
como vimos tan potentes,
dí, Muerte, ¿dó los escondes,
e traspones?
E las sus claras hazañas
que hizieron en las guerras
y en las pazes,
cuando tú, cruda, t'ensañas,
con tu fuerça, las atierras
e desfazes.

XXIV

Las huestes inumerables,
los pendones, estandartes
e banderas,
los castillos impugnables,
los muros e balüartes
e barreras,
la cava honda, chapada,
o cualquier otro reparo,
¿qué aprovecha?
Cuando tú vienes airada,
todo lo passas de claro
con tu flecha.

XXV

Aquel de buenos abrigo,
amado, por virtuoso,
de la gente,
el maestre don Rodrigo
Manrique, tanto famoso
e tan valiente;
sus hechos grandes e claros
non cumple que los alabe,
pues los vieron;
ni los quiero hazer caros,
pues qu'el mundo todo sabe
cuáles fueron.

XXVI

Amigo de sus amigos,
¡qué señor para criados
e parientes!
¡Qué enemigo d'enemigos!
¡Qué maestro d'esforçados
e valientes!
¡Qué seso para discretos!
¡Qué gracia para donosos!
¡Qué razón!
¡Qué benino a los sujetos!
¡A los bravos e dañosos,
qué león!

XXVII

En ventura, Octavïano;
Julio César en vencer
e batallar;
en la virtud, Africano;
Aníbal en el saber
e trabajar;
en la bondad, un Trajano;
Tito en liberalidad
con alegría;
en su braço, Aureliano;
Marco Atilio en la verdad
que prometía.

XXVIII

Antoño Pío en clemencia;
Marco Aurelio en igualdad
del semblante;
Adriano en la elocuencia;
Teodosio en humanidad
e buen talante.
Aurelio Alexandre fue
en desciplina e rigor
de la guerra;
un Constantino en la fe,
Camilo en el grand amor
de su tierra.

XXIX

Non dexó grandes tesoros,
ni alcançó muchas riquezas
ni vaxillas;
mas fizo guerra a los moros
ganando sus fortalezas
e sus villas;
y en las lides que venció,
cuántos moros e cavallos
se perdieron;
y en este oficio ganó
las rentas e los vasallos
que le dieron.

XXX

Pues por su honra y estado,
en otros tiempos passados
¿cómo s'hubo?
Quedando desamparado,
con hermanos e criados
se sostuvo.
Después que fechos famosos
fizo en esta misma guerra
que hazía,
fizo tratos tan honrosos
que le dieron aun más tierra
que tenía.

XXXI

Estas sus viejas hestorias
que con su braço pintó
en joventud,
con otras nuevas victorias
agora las renovó
en senectud.
Por su gran habilidad,
por méritos e ancianía
bien gastada,
alcançó la dignidad
de la grand Caballería
dell Espada.

XXXII

E sus villas e sus tierras,
ocupadas de tiranos
las halló;
mas por çercos e por guerras
e por fuerça de sus manos
las cobró.
Pues nuestro rey natural,
si de las obras que obró
fue servido,
dígalo el de Portogal,
y, en Castilla, quien siguió
su partido.

XXXIII

Después de puesta la vida
tantas vezes por su ley
al tablero;
después de tan bien servida
la corona de su rey
verdadero;
después de tanta hazaña
a que non puede bastar
cuenta cierta,
en la su villa d'Ocaña
vino la Muerte a llamar
a su puerta,

XXXIV

diziendo: "Buen caballero,
dexad el mundo engañoso
e su halago;
vuestro corazón d'azero
muestre su esfuerço famoso
en este trago;
e pues de vida e salud
fezistes tan poca cuenta
por la fama;
esfuércese la virtud
para sofrir esta afruenta
que vos llama."

XXXV

"Non se vos haga tan amarga
la batalla temerosa
qu'esperáis,
pues otra vida más larga
de la fama glorïosa
acá dexáis.
Aunqu'esta vida d'honor
tampoco no es eternal
ni verdadera;
mas, con todo, es muy mejor
que la otra temporal,
peresçedera."

XXXVI

"El vivir qu'es perdurable
non se gana con estados
mundanales,
ni con vida delectable
donde moran los pecados
infernales;
mas los buenos religiosos
gánanlo con oraciones
e con lloros;
los caballeros famosos,
con trabajos e aflicciones
contra moros."

XXXVII

"E pues vos, claro varón,
tanta sangre derramastes
de paganos,
esperad el galardón
que en este mundo ganastes
por las manos;
e con esta confiança
e con la fe tan entera
que tenéis,
partid con buena esperança,
qu'estotra vida tercera
ganaréis."

[Responde el Maestre:]

XXXVIII

"Non tengamos tiempo ya
en esta vida mesquina
por tal modo,
que mi voluntad está
conforme con la divina
para todo;
e consiento en mi morir
con voluntad plazentera,
clara e pura,
que querer hombre vivir
cuando Dios quiere que muera,
es locura."

[Del maestre a Jesús]

XXXIX

"Tú que, por nuestra maldad,
tomaste forma servil
e baxo nombre;
tú, que a tu divinidad
juntaste cosa tan vil
como es el hombre;
tú, que tan grandes tormentos
sofriste sin resistencia
en tu persona,
non por mis merescimientos,
mas por tu sola clemencia
me perdona".

FIN

XL

Assí, con tal entender,
todos sentidos humanos
conservados,
cercado de su mujer
y de sus hijos e hermanos
e criados,
dio el alma a quien gela dio
(el cual la ponga en el cielo
en su gloria),
que aunque la vida perdió,
dexónos harto consuelo
su memoria.


Mini-Biografia de Jorge Manrique

Posted by Alikuekano at 1:32 AM | Comments (11)

22 de Noviembre 2004

Crónicas de Algalord - Parte 3

Acto 3 - Dawn of Victory

La Espada Esmeralda estaba brillando ferozmente en sus valerosas manos y su cabalgar a Ancelot, empezó con la primera luz de la nueva alba. En el pueblo después del pueblo El Guerrero de Hielo pudo encontrar a los nuevos luchadores preparados para demostrar su orgullo por la seguridad del pueblo santo de las Tierras Encantadas. Así que, cuando finalmente alcanzó las montañas rocosas que rodean la ciudadela, el escogido podría contar con un ejército real listo para enfrentar los Caballeros Demoníacos conducidos por Dargor, príncipe de las Tierras Oscuras que sirve la causa de Akron.

El héroe de Loregard no quiso perder mas tiempo porque los lamentos de Ancelot y su defensor Arwald, fueron desesperando y emocionando su valiente corazón. Ordenó a todo el ejército de las Tierras Encantadas, levantar su acero al cielo que glorificando la guerra santa en el nombre de una larga paz futura, sin víctimas inocentes que caigan y satisfacer la sed de poder de los señores del Tierras Oscuras'

De ese momento en adelante sólo el Rey del Caos dominó...

Despues de la legendaria lucha de los valientes corazónes contra el ejército de Dargor, Ancelot fue libre una vez más y el Guerrero de Hielo podría finalmente levantar al aire su acero divino, como signo de victoria. Dos guerreros orgullosos, el escogido y Arwald, héroe de las Tierras Norteñas, llevó a los valerosos hombres de las Tierras Encantadas a otro gran día que será cantado y recordado en la Corte de los Reyes por todos los bromistas reales... Pero, como de costumbre, la guerra significa libre violencia y crueldad, ambos no podrían refrenar sus lágrimas de enojo por todas las víctimas inocentes que cayeron en las polvorientas tierras que rodean la ciudadela.

Y la pesadilla nunca parecía acabar... Airin, la princesa querida de Arwald de Ancelot, capturada durante la toma del pueblo junto con otra docena de orgullosos caballeros conocida en todas las regiones del sur de las Tierras Encantadas por su valor, estaba camino a Hargor, el pueblo infernal de las Tierras Oscuras, localizado en el corazón del caos. Dargor y sus prisioneros estaban marchando ahora a través de las Tierras de Dragones y parecía imposible de localizarlos antes de que ellos alcanzaran el el nido de Akron. Para que en los días siguientes, aunque organizando planes para liberar a sus amigos encarcelados, El Guerrero de Hielo y Arwald no pudieron hacer nada más que esperar por las inevitables demandas hechas por el cruel Rey Negro...

El mensajero de caos vino finalmente, y el miedo de todos, trágicamente se volvió realidad: los demonios de Akron empalarían, uno por uno a todos los prisioneros si él no recibía el acero legendario de los dioses... sí, mis amigos, tienen razón... la mística espada esmeralda. ¡Oh, Dios... qué uso infernal podría darse a esa preciosa arma...!? Pero sin embargo algo tiene que hacerse, y lo más pronto posible... así la decisión ya fue tomada! Arwald y el Guerrero de Hielo se encontraron con el Rey Negro, en el centro de Hargor, el pueblo de Godforsaken de las Tierras Oscuras, y Akron, quienes garantizarían la vida de los prisioneros intercambiándola por la mística Espada Esmeralda. Pero El Guerrero de Hielo supo que en esas malvadas manos, esa preciosa arma ayudaría al Rey Infernal y sus sueños de conquista...

Y yo puedo confirmarles que ese pensamiento era acertado, porque, como yo ya les conté en el primer capítulo de estas crónicas, la guerra sangrienta entre la 'Alianza Sagrada' y las hordas del imperio de Akron fue sangrienta, en la frontera entre las tierras del sur y las Tierras de las Tinieblas, y, como ustedes también saben, el poder de la espada esmeralda también podría decidir el destino de esas guerras! Así, mis estimados amigos, es tiempo de levantar sus rostros al cielo y llamar a la más poderosa de todas las rabias... oh, sí, eso es correcto!... la Sangrienta Rabia de los Titanes!!!

i Sí, estimados amigos, esto es exactamente lo que realmente pasó, aunque a su amigo Aresius le habría gustado no haberlo dicho nunca... Cuando nuestros dos héroes llegaron finalmente a Hargor, ellos entendieron inmediatamente que habría sido muy difícil remontarse! La visión era trágica... de los caballeros encarcelados durante el sitio de Ancelot nada quedaba excepto sus cabezas y miembros empalados con horrible geometría infernal...

El mensaje fue claro y mis dos amigos no hacieron nada más que atacar como Furiosos para morirse en la Sobervia. Pero no... lo que el rey negro había planeado para ellos era aun más terrible... y yo puedo asegurarlo, sentía que algo no iba bien, estando en contacto mental con ellos la mayoría del tiempo! Capturado y encarcelado, después de muchos días de tortura los dos guerreros despertaron en una caverna oscura encendida por siete antorchas. Las pesadas cadenas de acero estaban limitando su movimiento. Airin, oh mi dios, sí, correcto, pobre Airin, estaba delante de ellos, solo cubierto por un velo negro, en un altar de la piedra impío. Akron, su sueño de manejar la poderosa espada esmeralda lo satisfació por fin, estaba riéndose frente al altar junto con todos su demoniosque sombreaban la caverna y sin la mente sana, le gustaría imaginar lo que podría pasar en los próximos momentos...

No, yo no quiero decirles...! pero yo tengo que..., porque todos usted, mis amigos, tienen que entender que tan cruel y blasfemo pueden ser los actos de un hombre... aunque incluso es difícil para mí considerarlo como un hombre..., poseído por las fuerzas malvadas del desacuerdo cósmico!

Así... Airin, la princesa querida de Arwald, fue violado brutalmente por todas las criaturas malvadas de ese lugar infernal delante de nuestros dos héroes y por el propio Akron, todavía riéndose y aumentando su oscura energía por el dolor de la inocencia sufrida.

Incluso el valeroso Dargor, ya intentando convencer a su rey sobre la demencia de la trampa y todos esto desherraron violencia, Se sintió reprimido para condenar este horrible ritual de depravación sangrienta... el príncipe de las Tierras de las Tinieblas, aun cuando él juró su lealtad al culto del mal, el Príncipe de las Tierras de las Tinieblas, siendo educado por uno de mis más grandes enemigos, el mago conocido como Vankar de Helm, siempre había intentado conciliar sus actos con un poco de ideales que a menudo contrastaron con la filosofía de Akron... y ahora una vez más!

Volviendo a la historia... el ritual terminó aun más trágicamente... Airin fue forzada, con ella última respiración de vida y buscando por última vez a su querido Arwald, a penetrar el Sgral, una substancia mágica capaz para corroer el acero más fuerte.

Y, un rato despúes, su muerte fue una realidad...

Perdón, mis amigos, si en este momento una lágrima está llenando mis viejos ojos, pero la tragedia es demasiado grande para un anciano, corazón atormentado como mío... Arwald oró a todos los dioses del cosmos para ser librado de esta visión impía y, siendo incapaz de soportar el dolor de él, él pronto perdió sus sentidos...

Akron había preparado algo especial para todos ...así el héroe de las Tierras Norteñas también se torturó en todos los sentidos posible y también le obligaron finalmente a que se volviera una víctima de la terrible substancia corrosiva...

Pero en ese momento los dioses del cosmos oyeron su llamada... con su última energía interna divina, con sus piernas quemandose en el ácido, Arwald usó sus brazos, y ya mostrando el blanco de los huesos, para tirar algo del ácido verde hacia El Guerrero de Hielo. El destino estaría de parte de él, salpicó en las cadenas que encarcelan al escogido... El acero se corroyó y nuestro héroe pudo librarse... Arwald, con su muerte, había ahorrado la vida de nuestro mutuo amigo. Armado sólo con piedras de la cueva, su poderosa rabia lo llevó contra la horda del mal y él pudo sólo evitar la furia mortal de Akron tirándose en el río subterráneo, conocido como Aigor que fluye a través de la cueva y qué lo llevó al aire libre, fuera de Hargor. Después de muchas lunas, escapando a través de los pantanos oscuros y por encima de las montañas rocosas, él pudo llegar finalmente a sus valles queridos, al bosque de unicornios... sólo allí pudo sentirse finalmente seguro... Triste, cansado, hambriento, enfurecido y furioso... pero por lo menos seguro... La Espada Esmeralda brillaba ahora en las manos de Akron y algo se tuvo que hacer antes de que fuera demasiado tarde para nuestras queridas Tierras Encantadas queridas!

Bien, mis estimados amigos, mi viejo cuerpo soportó demasiada tensión este tiempo contándoles esta trágica historia, y será mejor si descanso durante un tiempo entre los árboles mágicos de este verde valle que me ha ofrecido hospitalidad por algunas lunas. Regresaré pronto para el último capítulo de estas crónicas... Creo que es el más intenso, dramático y épico que yo alguna vez contaré!

Así que prepárense y en el entretanto intenten vivir su vida con los mismos ideales de honestidad y justicia que llenan los corazones de mis valerosos amigos, preparados para usar la rabia del trueno para luchar con violencia desherrada, Así otro viejo mago estará orgulloso de contar las crónicas de su existencia con el mismo entusiasmo épico...!

Para siempre suyos.
(Fuente Chilean Sword)

Posted by Alikuekano at 8:17 PM | Comments (1)

24 de Junio 2004

Crónicas de Algalord - Parte 2

Acto 2 - Symphony of Enchante Lands

Lo que se dice en estas páginas destinadas a la memoria fue escrito por la sabia y vieja mano de Aresius de Elgard, testigo antes que Dios de otra increíble hazaña épica. Les contaré sobre el bravo guerrero de Loregard, el hijo del hielo sagrado, y su búsqueda de la legendaria Espada Esmeralda, la poderosa arma de fuerza positiva, que decide el destino de las guerras y asegura la paz, la última esperanza para la salvación de las Tierras Encantadas... Como muchos de ustedes ya saben, esta fantástica arma está escondida más allá de los Portales de Marfil ubicados en algún lugar en las tierras del Caos, y para abrir estos mágicos portales el héroe necesita primero encontrar las tres mágicas Llaves de la Sabiduría...

Las tres llaves de la Sabiduría

Y el tiempo ha llegado... A la primera luz del amanecer ya estábamos lejos de la verde Elgard, y pronto aparecieron las polvorientas colinas de Argon, donde el viejo enano vivió junto con el secreto de las llaves. El desafío pronto empezó... el desafío entre el guerrero y sus más profundos miedos, reflejados en el mágico Espejo de las Sombras. Pero en el final, gracias a su integridad moral, pudo derrotar el riesgo de la locura, obteniendo así el deseado premio: la primera llave de la sabiduría y con ella todas las pistas para continuar su increíble aventura.

Un segundo y más exigente desafío aguardaba al guerrero: el encuentro con Tharos, el sangriento dragón guardián de la segunda llave, escondido en alguna parte de los pantanos del Caos. La lucha fue terrible, pero al final prevaleció el poder del héroe de las tierras del norte por sobre la agilidad del enemigo. El guerrero tuvo la oportunidad de herir mortalmente al dragón caído pero no lo hizo, y sucedió lo increíble... todo se aclaró en ese instante! Tharos estaba bajo un hechizo y finalmente éste fue quebrado.

Por un largo tiempo estuvo condenado a luchar contra los valientes caballeros que buscaban la segunda llave... algunas veces los mataba, otras moría él... pero esta vez todo fue diferente. El guerrero que tenía ante él le perdonó la vida y Tharos entendió que era el elegido... la profecía había dicho la verdad, y Tharos podía finalmente abrir sus alas para alcanzar el horizonte más lejano. Pero antes de hacerlo, dio la segunda llave al hijo del hielo y le dijo que debía llegar al altar místico que contenía el secreto de Ikaren, situado en el límite entre los bosques medios y el lado sur de las tierras del Caos. Allí podría encontrar la última llave necesaria para abrir los Portales de Marfil...

La Leyenda de Ikaren

La leyenda de Ikaren era conocida por todos en las tierras encantadas: era un objeto mágico que insertado en una grieta del altar, mostraría la dirección a seguir para llegar a las puertas sagradas... Después de cruzar los Valles Olvidados finalmente llegamos a los bosques medios y luego al desierto del Caos... y pronto el polvoriento altar hizo su aparición. Pero cuando estuvimos allí, no encontramos inmediatamente las respuestas que estábamos buscando... y cuando todo parecía perdido, los cielos nos ayudaron...

Las dos llaves de la sabiduría cayeron de las manos del guerrero y quedaron en el suelo en una posición particular... y él finalmente entendió: una de las llaves podía unirse con la otra y el objeto resultante era el místico Ikaren. Finalmente, el secreto de los Antiguos fue revelado. El guerrero insertó inmediatamente el objeto en la grieta del altar y pronto, con la ayuda de la luz del amanecer, ocurrió el milagro... Tres dragones de piedra rodearon el altar, y cuando el sol brilló en sus ojos un rayo de luz que salía de ellos iluminó el Ikaren en el altar creando una increíble pantalla de luz...

Espejos ocultos desviaron el rayo de sol al menos cinco veces, hasta posarlo en un lugar entre algunas de las muchas rocas que nos rodeaban. Sentimos que nuestra meta estaba realmente cerca, pero nadie podía imaginar lo que pasaría...

Otra parte de la historia esta lista para ser escrita... y este vez, esperemos, no con la sangre de otro héroe...

...El guerrero había perdido a su hermano Tharos pero este sacrificio podría significar una esperanza verdadera de la salvación de las tierras encantadas...

Si, el habría derrotado al cruel Akron también a su pobre amigo!

La Espada Esmeralda brilló mágicamente en las manos del héroe y ahora el cabalgar a Ancelot tuvo que comenzar cuanto antes... Arwald no podía esperar más...

Las victoriosas noticias se extendieron a través de todas las tierras encantadas y toda la gente celebró al hijo del hielo por muchos días.

También los reyes, confiados en diversos frentes en la sangrienta guerra contra el ejército de Akron, no podrían refrenar su alegría y esa llama minúscula que representaba la esperanza de las queridas tierras estaba destinada a ser acariciada por siempre...

Aquí termina el capítulo, aquí comienza otro... parte de la historia se ha escrito, otra parte no... Pero siempre estoy aquí, Aresius de Elgard, listo para decirte los acontecimientos con respecto a las Tierras Encantadas... los acontecimientos del valor y del poder, del bien y del mal...

Paz y amor a todos ustedes...
(Fuente Power Metal Forever)

Posted by Alikuekano at 8:14 PM | Comments (1)

23 de Junio 2004

Crónicas de Algalord - Parte 1

Acto 1 - Legendary Tales

Caos, fuego y sangre... ¡ríos de sangre! Hace mucho tiempo las tierras alrededor de Algalord viviron el peor momento en su historia: los profundamente despreciados "tiempos de oscuridad"... tiempos de sangrientas batallas entre las fuerzas de la "Alianza Sagrada" y la diabólica armada del bastardo conocido como "El Rey Negro". En el nombre de Kron, el antiguo y cruel dios de la guerra, cruzó las oscuras montañas con un fin preciso: la conquista de Algalordla ciudadela sagrada de las tierras encantadas, antigua guardiana del secreto... el secreto de la sagrada "espada esmeralda", la poderosa arma de fuerza positiva, decididora del destino de las guerras y aseguradora de la paz...

En ese dramático momento una decisión fundamental fue tomada: gracias a la "sabiduría de los reyes" la alianza fue creada. Cuatro valientes reyes decidieron unir sus fuerzas para crear la armada mas poderosa en la memoria viva. Algalord, Irengard, Elgard y Ancelot, todos unidos bajo el comando de Harold "El Valiente"
Y esto significó la victoria, el triunfo de la luz sobre las fuerzas del abismo...

Ahora, después de tiempos de paz y prosperidad, la pesadilla está de vuelta ¡y peor que nunca! Algalord está bajo amenaza otra vez... en las regiones septentrionales la sangre de los inocentes ya está fluyendo y los dolores de la tortura y la violación está partiendo los cielos...

Sólo hay una esperanza para salvar las amadas tierras: las "tres llaves de la sabiduría" en el camino a las puertas de marfil. La profecía es clara: sólo un "guerrero de hielo" con un corazón puro podrá abrir las puertas, ubicadas en algún lugar en las Tierras del Caos y, si es suficientemente fuerte como para derrotar al guardián ancestral, tendrá el honor de blandir la poderosa espada y guiar a los hombres valerosos en una cruzada épica por la salvación de las tierras encantadas...

Muchos guerreros intentaron alcanzar las legendarias "puertas de marfil" pero nadie sabe lo que les sucedió porque nunca regresaron. Ahora es tu turno, barvo guerrero, pero recuerda: para alcanzar las tres llaves, debes enfrentar el espejo de tus pecados. Por eso reza porque el frío invierno congele tu lado oscuro haciendo tu corazón puro como el hielo, o la "espada esmeralda" será inalcanzable una vez mas...

Vete ahora, el camino a las planicies medias es largo y el tiempo es corto. Ve y pelea por el triunfo de la paz y el amor sobre todo... la historia aún tiene que ser escrita.

Ira Tenax

A través de toda las tierras encantadas re-repercute el poderoso "grito de guerra" contra las maldavas fuerzas del abismo, regresando una vez mas desde las tierras oscuras para conquistar Algalord y las tierras que la rodean. La amenaza de una terrible guerra está otra vez presente, esta vez peor que antes, pero los valientes hermanos de las tierras sagradas están listos para dar sus vidas para detener la locura y la sed de sangre de las hordas infernales, dirigidas por el cruel rey Akron.

La armada del abismo está atacando las tierras sagradas desde dos puntos estratégicos. Una parte, bajo el comando del "príncipe negro", cruzó con éxito las montañas medias y la gente de Ancelot ya están lamentando miles de inocentes caídos, mientras que otra parte está marchando a través de las tierras del caos, a pesar que afortunadamente está aún suficientemente lejos de las empolvadas villas de las planicies medias.

Al mismo tiempo el "concejo de los reyes" de Algalord decide las mejores estrategias para enfrentar esta dramática situación...

Harold III de Algalord, Argon IV de Elgard y Eric, rey de Elnor, deciden recontruir la "alianza de las tierras encantadas, como sus padres habían hecho una edad antes, para tener éxito en detener la ofensiva del "rey negro"

El concejo toma otra decisión fundamental: finalmente ha llegado el momento de exigir el antiguo secreto de la "espada esmeralda". Las proféticas páginas del legendario "libro sagrado" son bastante claras: un valiente guerrero debería alcanzar las tres "llaves de la sabiduría" y abrir las mágicas "puertas de marfil" ubicadas en algún lugar de las tierras del caos. Sólo haciendo esto podría entrar en el "reino sagrado" donde las espada esmeralda está escondida. El destino de otros valerosos guerreros que intentaron llegar a las "puertas de marfil" en el pasado es desconocido - ellos nunca regresaron. Pero ahora la situación es desesperada y el concejo decide hacer el intento una vez mas. Pero ¿quién podría tener una posibilidad de completar esta terrible búsqueda?

La elección es simple porque el viejo, sabio Harold no tiene dudas: el poderoso guerrero de sangre nórdicaes uno de los mas valerosos guerreros de las tierras encantadas, el único capaz de tener éxito donde otros fallaron.

Su destino es así decidido. Un mensajero cabalga a la distante Loregard: el "hijo del hielo" es llamado inmediatamente por el consejo y, orgulloso de haber sido elegido por los sabios reyes, el pronto deja sus verdes valles. En el camino el guerrero tendrá la segunda tarea de dirigir las tropas de Irengard hacia Algalord para reforzar la alianza. Y así la leyenda comienza...

Guerrero de Hielo

La armada de las tierras encantadas tienen que ser preparadas para enfrentar al enemigo tan pronto como sea posible. Todos los pueblos de los reinos sagrados están enviando sus tropas a Algalord para reforzarla. Al mismo tiempo, después de una larga cabalgata en una tierra que ahora humea de guerra, el elegido finalmente llega a la mística Irengard. Allí él recibe del viejo rey Arius "El Tolerante" el comando de algunas de las tropas del pueblo listos para servir la causa de las tierras encantadas.

Finalmente las colinas de Algalord ofrecen un espectáculo increible... la "alianza sagrada", la poderosa armada de las tierras encantadas, está viva una vez mas y está esperando por el deseo de los reyes. Ellos deciden la mejor estrategia para la ofensiva.

El guerrero de hielo recibe la tarea de guiar una parte de la armada a Ancelot, pasando a través de las regiones de los unicornios. Allí el consignará sus tropas a Arwald, héroe de las tierras medias, ahora ocupadas en la defensa de la desafortunada ciudadela.

En aquél momento él tendrá que dejar el campo de batalla y cabalgar hasta la cerca Elgard donde se encontrará con el viejo mago Aresius, uno de los guardianes del antiguo secreto de las "puertas de marfil". Sólo entonces, con su ayuda, puede comenzar la búsqueda de las tres "llaves de la sabiduría"

Ahora es el momento de dejar Algalord... desgarradores llantos de mujeres y niños suplican por sus hombres... pero realmente es hora de cablagar...

Furia del invierno

Cruzando las colinas de Algalord, el viento comienza a soplar mientras la nieve que cae acaricia los ahora visibles valles de unicornios.

Los poderosos guerreros y sus soldados admiran los maravillosos paisajes sabiendo una vez mas que para muchos de ellos esta será la última vez... mientras los vientos de la noche comienzan a soplar mas fuerte y la furia del invierno grita su furia las valerosas tropas finalmente alcanzan el lado sur de los bosques medios.

La dificultad del viaje es recompenzado por lo que el horizonte ofrece a sus ojos...

Ahora es hora de dormir y las villas del valle sagrado ofrecen la mejor solución para dejar los caballos descansar.

Antiguas danzas dan la bienvenida a los cansados soldados y bufones temporarios hacen lo mejor que pueden para reducir la tención general que inevitablemente llenaba el aire.

El guerrero de hielo está intranquilo y decide cumplir un fuerte deseo que ha sentido por un largo tiempo. El lugar lugar donde el padre del padre de su padre luchó por la libertad de las tierras encantadas no está lejos y la oportunidad es única: la posibilidad de alcanzar los místicos bosques de los unicornios, el foque que inspiró numerosas leyendas y donde la sabiduría de los reyes prevaleció en una larga, sangrienta batalla contra la violencia irrestringida de las hordas del rey negro.

Entonces nuestro héroes deja la villa y comienza a cabalgar a través del largo valle, que termina donde el bosque medio comienza.

La oscuridad está alrededor y la atmósfera es espectral pero de repente las aguas del río sagrado que fluyen anuncian que el bosque mágico está al alcance de la mano.

... el corazón del guerrero comienza a golpear mas rápido...

Bosque de Unicornios

El bosque está finalmente frente a él y lo que el guerrero nórdico siente es indescriptible. Una luz mística deja ver una gran parte del bosque mientras los susurros del anochecer lo alcanzar, murmurando palabras sabias. Una sensación extraña, pero también de extremo bienestar está alrededor. El hechizo continúa y el guerrero decide permanecer en ese mágico lugar toda la noche. Se sentó al pie de un alto árbol y pronot el reino del sueño abre sus puertas ante él.

Ecos de antiguas batallas peleadas por los antiguos cruzan su mente antes de la primera luz del amanecer, cuando un ruido repentido despierta al luchador... y en ese momento aparece en todo su esplendor: el unicornio blanco galopando en el otro lado de la colina ofrece un espectáculo único, uno presenciado sólo por unos pocos afortunados.

El guerrero permanece hechizado por la belleza del bosque bañado en la primera luz del sol que se levanta. Y él inmediatamente comienza a rezar a esos orgullosos árboles, testigos silenciosos de gloriosos tiempos pasados, para recibir de ellos la fuerza de antiguos recuerdos: recuerdos de épicas batallas y épicas victorias de la armada de las tierras encantadas.

La sangre de incontables soldados fluyeron sobre este pasto para defender los bosques, lagos, valles y montañas... y su sacrificio dió paz a esas regiones por una edad entera.

Pero esta vez las malvadas fuerzas del abismo son mas fuertes que nunca y este día pacífico podría ser el último.

Es difícil dejar el maravilloso lugar pero el sol está alto ahora y en al valle sagrado los soldados se están despertando: la marcha hacia Ancelot debe continuar...

Llamas de venganza

Cuando la armada sagrada finalmente llega al blanco "Valle de los Héroes", una visión trágica recibe a los ojos de Ancelot. En la ciudadela las víctimas son incontables.. y esto aumenta la sed de venganza del bravo guerrero y sus soldados

Cielos vírgenes

Traspasando sus tropas a Arwald de Ancelot, el poderoso guerrero comienza su larga cabalgata a los verdes valles de Elgard, el maravilloso pueblo donde su búsqueda de las tres "llaves de la sabiduría" comenzará. el viaje es difícil pero cuando las primeras briznas de pasto vienen a la vista en el horizonte el guerrero no puede contener su emoción. Pronto el sol calienta su cuerpo y el cielo azul le dá sensaciones mágicas.

Tierra de Inmortales

La verde Elgard hace su aparición en toda su belleza. Aquí el pequeño y pacífico pueblo dá al guerrero una bienvenida fantástica. Recibiendo todos los honores, se encuentra con el poderoso mago Aresius. El día siguiente él guiará al elegido a la empolvada ciénaga de Argon, donde la búsqueda de las llaves comenzará... Este viaje místico estará lleno de obstáculos y el corazón valiente tendrá también que enfrentar sus miedos mas profundos antes de enfrentar enignas irresolvibles y criaturas ancestrales de la oscuridad.

Y cuando su hora llega... la tierra de inmortales, el paraiso de los héroes, será por fin suyo.

Ecos de la tragedia

La búsqueda comenzará pronto mientras la trágico visión de Ancelot está todavía viva en la mente del guerrero. Pero los ecos de esta cruel tragedia están ahora grabados en su su acero y la sangre sagrada de los inocentes caidos claman por venganza.

Señor del Trueno

Esperando la noche el poderoso guerrero cabalga alrededor de Elgard para calmar sus pensamientos. De repente, el el viaje de regreso, ecos de un trueno distante llega a su oído y el viento comienza a soplar salvajemente. La adrenalina llena sus venas y, levantando su espada al cielo, el héroe recita su oración.

Cuentos legendarios

La noche cae y en el bosque cerca de los muros del castillo la gente de Elgard está celebrando otro día de paz. Los bufones cantan sobre las viejas legendarias batallas contra el "rey negro". Los caballeros cantan y alaban al guerrero, ahora listo para enfrentar lo desconocido. Pronto cae dormido y, en la última noche pacífica, los sueños del guerrero nórdico son sueños llenos de tragedia y tristeza, donde la sangre de los inocentes nunca deja de fluir y el deseo de venganza está mas vivo que nunca.

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22 de Enero 2004

El Cuervo

El Cuervo - Edgar Allan Poe
Cierta noche aciaga cuando, con la mente cansada, Meditaba sobre varios libracos de sabiduría ancestral Y asentía, adormecido, de pronto se oyó un rasguido, Como si alguien muy suavemente llamara a mi portal. "Es un visitante -me dije-, que está llamando al portal. Sólo eso y nada más."

¡Ah, recuerdo tan claramente aquel desolado Diciembre!
Cada chispa resplandeciente dejaba un rastro espectral.
Yo esperaba ansioso el alba, pues no había hallado calma
En mis libros, ni consuelo a la pérdida abismal
De aquella a quien los ángeles Leonor podrán llamar
Y aquí ya nadie nombrará.

Cada crujido de las cortinas purpúreas y cetrinas
Me embargaba de dañinas dudas y mi sobresalto era tal
Que, para calmar mi angustia repetí con voz mustia:
"No es sino un visitante que ha llegado a mi portal;
Un tardío visitante esperando en mi portal.
Sólo eso y nada más".

Mas de pronto me animé y sin vacilación hablé: "Caballero -dije-, o señora, me tendréis que disculpar Pues estaba adormecido cuando oí vuestro rasguido Y tan suave había sido vuestro golpe en mi portal Que dudé de haberlo oído", ¡y abrí de golpe el portal!... Sólo sombras, nada más.

La noche miré de lleno, de temor y dudas pleno,
Y soñé sueños que nadie osó soñar jamás;
Pero en este silencio atroz, superior a toda voz,
Sólo se oyó la palabra "Leonor", que yo me atreví a Susurrar...
Sí, susurré la palabra "Leonor" y un eco volvióla a nombrar.
Sólo eso y nada más.

Aunque mi alma ardía por dentro regresé a mis aposentos
Pero pronto aquel rasguido se escuchó más pertinaz.
"Esta vez quien sea que llama ha llamado a mi ventana;
Veré pues de qué se trata, qué misterio habrá detrás.
Si mi corazón se aplaca lo podré desentrañar.
¡Es el viento y nada más!".

Mas cuando abrí la persiana se coló por la ventana,
Agitando el plumaje, un cuervo muy solemne y ancestral.
Sin cumplido o miramiento, sin detenerse un momento,
Con aire envarado y grave fue a posarse en mi portal,
En un pálido busto de Palas que hay encima del umbral.
Fue, posóse y nada más.

Esta negra y torva ave tocó, con su aire grave,
En sonriente extrañeza mi gris solemnidad.
"Ese penacho rapado -le dije-, no te impide ser
Osado, viejo cuervo desterrado de la negrura abisal;
¿Cuál es tu tétrico nombre en el abismo infernal?"
Dijo el cuervo: "Nunca más".

Que un ave zarrapastrosa tuviera esa voz virtuosa
Sorprendióme aunque el sentido fuera tan poco cabal,
Pues acordaréis conmigo que pocos habrán tenido
Ocasión de ver posado tal pájaro en su portal.
Ni ave ni bestia alguna en la estatua del portal
Que se llamara "Nunca más".

Mas el cuervo, altivo, adusto, no pronunció desde el busto,
Como si en ello le fuera el alma, ni una sílaba más.
No movió una sola pluma ni dijo palabra alguna
Hasta que al fin musité: "Vi a otros amigos volar;
Por la mañana él también, cual mis anhelos, volará".
Y dijo entonces :"Nunca más".

Esta certera respuesta dejó mi alma traspuesta;
"Sin duda - dije-, repite lo que ha podido acopiar
Del repertorio olvidado de algún amo desgraciado
Que en su caída redujo sus canciones a un refrán:
"Nunca, nunca más".

Como el cuervo aún convertía en sonrisa mi porfía
Planté una silla mullida frente al ave y el portal,
Y hundido en el terciopelo me afané con recelo
En descubrir qué quería la funesta ave ancestral
Al repetir: "Nunca más".

Esto, sentado, pensaba, aunque sin decir palabra
Al ave que ahora quemaba mi pecho con su mirar;
Eso y más cosas pensaba, con la cabeza apoyada
Sobre el cojín purpúreo que el candil hacía brillar.
¡Sobre aquel cojín purpúreo que ella gustaba de usar,
Y ya no usará nunca más!.

Luego el aire se hizo denso, como si ardiera un incienso
Mecido por serafines de leve andar musical.
"¡Miserable! -me dije-. ¡Tu Diós estos ángeles dirige
Hacia ti con el filtro que a Leonor te hará olvidar!
¡Bebe, bebe el dulce filtro, y a Leonor olvidarás!".
Dijo el cuervo: "Nunca más".

"¡Profeta! -grité-, ser malvado, profeta eres, diablo alado!
¿Del Tentador enviado o acaso una tempestad
Trajo tu torvo plumaje hasta este yermo paraje,
A esta morada espectral? ¡Mas te imploro, dime ya,
Dime, te imploro, si existe algun bálsamo en Galaad!"
Dijo el cuervo: "Nunca más".

"¡Profeta! -grité-, ser malvado, profeta eres, diablo alado!
Por el Diós que veneramos, por el manto celestial,
Dile a este desventurado si en el Edén lejano
A Leonor , ahora entre ángeles, un día podré abrazar".
Dijo el cuervo: "¡Nunca más!".

"¡Diablo alado, no hables más!", dije, dando un paso atrás;
¡Que la tromba te devuelva a la negrura abisal!
¡Ni rastro de tu plumaje en recuerdo de tu ultraje
Quiero en mi portal! ¡Deja en paz mi soledad!
¡Quita el pico de mi pecho y tu sombra del portal!"
Dijo el cuervo: "Nunca más".

Y el impávido cuervo osado aún sigue, sigue posado,
En el pálido busto de Palas que hay encima del portal,
Y su mirada aguileña es la de un demonio que sueña,
Cuya sombra el candil en el suelo proyecta fantasmal;
Y mi alma, de esa sombra que allí flota fantasmal,
No se alzará...¡nunca más!.

Posted by Alikuekano at 3:13 PM | Comments (0)